La traducción del amor

Capitulo 7

Capítulo 7 – Vecinos, caos y lavandería

Si la vida tuviera una banda sonora, ese día sonaría como una mezcla entre una licuadora vieja, un gato maullando y una vecina gritando “¡eso no es compost, jovencita!”.

Porque sí, la señora Gutiérrez volvió a atacarme.

La conocí mi primer semana en el edificio, cuando confundió mi planta de albahaca con “hierba ilegal” y llamó al administrador. Desde entonces, vive convencida de que soy una amenaza para la moral del vecindario.

—¿Otra vez tú? —dijo esa mañana, asomando su rostro entre las cortinas del pasillo.
—Yo también me alegro de verla, señora Gutiérrez.
—Vi a tu amigo de cabello largo salir de aquí anoche.
—Ah, Lorenzo. Estábamos trabajando.
—Ajá. ¿Y también trabajaban cuando cantaban “Bésame mucho”?

Tragué saliva.
—Es un método de traducción auditiva —improvisé—. Estimula la comprensión lingüística.
—Estimula otra cosa —murmuró, cerrando la puerta de golpe.

Respiré profundo. Era lunes. Tenía que mantener la paz espiritual. O al menos fingirla.

La mañana siguió con su habitual dosis de catástrofe: la lavadora decidió morir en plena carga. Un ruido extraño, un clac final y silencio.
Yo me quedé mirándola con la desesperación de quien ve partir a un amigo fiel.

—No puede ser. —Abrí la tapa—. Vamos, no me hagas esto.
La lavadora respondió con un gorgoteo sospechoso y un olor a quemado.

Leo apareció, todavía en pijama, sosteniendo una caja de cereal.
—¿Huele a tostadas?
—A tragedia doméstica.

Intenté reiniciarla, golpearla (técnica ancestral) y rezar, pero nada.

—Murió. —Me rendí—. Murió en batalla, cumpliendo su deber.
—Un minuto de silencio —dijo Leo, poniéndose la mano en el pecho.
—No puedo creerlo. Justo hoy que necesitaba lavar mis uniformes.
—Podemos usar la lavandería del edificio.
—La del sótano huele a humedad y a decisiones equivocadas.
—Andrea, es eso o ir al trabajo oliendo a gato.
—¿A qué gato?
—Ah, sí. No te conté.

Giré lentamente.
—¿Qué gato, Leo?

Él sonrió con la inocencia de quien está a punto de revelar un crimen menor.
—Lo encontré afuera del supermercado. Llovía. Me miró con esos ojitos… y bueno…
—No.
—Solo hasta que encuentre dueño.
—No.
—Ya se llama Spaghetti.
—¡NO!

En ese momento, un maullido suave sonó desde su mochila.

Saqué al pequeño culpable: una bolita de pelo gris con ojos amarillos y una actitud digna de modelo.
Suspiré.
—Está bien, puede quedarse un día.
—Dos.
—Uno.
—Trato hecho —dijo Leo, sabiendo perfectamente que había ganado.

El resto del día fue una coreografía entre desastres domésticos.
Llevamos la ropa a la lavandería comunal, que parecía sacada de una película de terror: luces parpadeantes, ventiladores ruidosos y una máquina con un cartel que decía “No abrir sin protección”. Nunca supe si se refería a guantes o a fe.

Yo metía la ropa mientras Leo jugaba con Spaghetti, que se metía en los cestos y salía cubierto de pelusa.

—¿Tú crees que Lorenzo lava su propia ropa? —preguntó Leo, echando monedas en la máquina.
—No sé, probablemente la plancha con la mirada.
—Tiene cara de hombre que usa suavizante caro.
—Y perfume de novela francesa.
—Ajá, pero no te gusta, ¿verdad?
—Por favor. Es mi jefe.
—Y canta “Bésame mucho”.
—¡Por trabajo!

Leo me lanzó una sonrisa de esas que provocan ganas de lanzar calcetines mojados.

—Solo digo —añadió—, últimamente te ríes más.
—Eso no tiene nada que ver con él.
—Claro. Es pura coincidencia que tus sonrisas coincidan con sus visitas.

Rodé los ojos, pero no pude negar que algo en mi ánimo sí había cambiado. No era solo Lorenzo, era… todo. El trabajo, el ritmo nuevo, incluso los desastres me parecían menos pesados.

Tal vez por primera vez desde que llegué al país, empezaba a sentir que pertenecía.

Mientras esperábamos el centrifugado, la vecina Gutiérrez apareció otra vez, como un espíritu vengador.
—Ah, los del sótano —dijo con tono de telenovela—. ¿Lavando la conciencia?
—Intentando —respondí—, pero la suya debe requerir más detergente.

Leo soltó una carcajada y Spaghetti maulló, como si apoyara el comentario.

—No admiten animales aquí —dijo ella, señalando al gato.
—No lo admitimos, él se autoinvitó.
—Voy a reportarlos.
—Hágalo, pero si menciona el “método Bésame mucho”, que quede claro que era trabajo lingüístico.

Por un segundo, juraría que la señora luchó por no reírse.
Pero luego se giró y se fue murmurando algo sobre “la juventud perdida”.

El resto de la tarde fue un desfile de pequeñas victorias: conseguimos lavar todo sin electrocutarnos, el gato usó la caja de arena improvisada y Lorenzo escribió para avisar que el manuscrito había sido retirado del periódico. “Por ahora”, añadió.

Yo respondí con un simple “me alegra”, pero en realidad me quedé pensando en él más de lo necesario.

—¿Sonríes al celular? —preguntó Leo desde el sofá.
—Estoy viendo memes.
—Ajá. De italianos, seguro.

Le lancé una almohada.

Por la noche, decidí cocinar algo “nutritivo”. Terminé haciendo arroz con huevo y salsa de tomate, mi plato estrella de crisis.
Leo decía que ese plato era mi equivalente a rezar: una mezcla de consuelo y desesperación.

Spaghetti se acurrucó en mis piernas mientras comía.
—No te acostumbres, peque —le dije—. Esto es temporal.
El gato bostezó, ignorando mis reglas.

Miré alrededor: el apartamento seguía siendo pequeño, las paredes seguían agrietadas, y la lavadora seguía muerta.
Pero había algo distinto en el aire. Un tipo de calma que no sentía desde hacía tiempo.

Después de cenar, me senté frente al portátil a revisar la nueva versión de la novela de Lorenzo.
Su estilo seguía siendo poético y un poco exagerado, pero ahora entendía mejor su fondo. Cada frase tenía algo de huida, de búsqueda.




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