Aprender un idioma nuevo es como tener una cita a ciegas con el cerebro: sabes que va a ser incómodo, probablemente humillante, y aun así lo intentas.
Así me sentía yo con el italiano.
Después del desastre de la sopa ardiente y de mis múltiples traducciones accidentales, decidí que no podía seguir dependiendo del traductor automático y de mi fe en los santos de Google. Si iba a trabajar con Lorenzo, tenía que aprender al menos lo suficiente para no convertir un verso romántico en un plato del día.
Así que abrí Duolingo.
El pajarito verde me miró con esa sonrisa pasivo-agresiva que solo tienen los que disfrutan ver tu sufrimiento.
—Vamos a por tu racha de aprendizaje —decía.
—Vamos a por tu paciencia —le respondí en voz alta.
Leo pasó por detrás con una taza de café.
—¿Otra vez discutiendo con Duolingo?
—Ese pájaro me amenaza, Leo.
—No es una persona, Andre.
—Tiene alma. Oscura, pero alma.
Ignorando su risa, puse los audífonos y empecé la lección: “Io sono una donna. Tu sei un uomo.”
“Yo soy una mujer. Tú eres un hombre.”
Excelente. Dominio básico logrado. Solo faltaban, no sé, mil quinientas lecciones más para hablar con fluidez.
A mediodía, recibí un mensaje de Lorenzo:
Lorenzo: Necesito que traduzca el capítulo 15 hoy.
Yo: Perfecto. También estoy aprendiendo italiano para no depender tanto del traductor.
Lorenzo: Ah, ¿en serio? ¿Con quién estudia?
Yo: Con Duolingo.
Lorenzo: Ese pájaro es más cruel que mi profesora de gramática.
Solté una carcajada.
Yo: Ya me gritó por pronunciar mal “ragazza”.
Lorenzo: Entonces necesita una maestra italiana de carne y hueso.
Yo: No tengo presupuesto para eso.
Lorenzo: Afortunadamente, tengo experiencia enseñando.
Parpadeé.
Yo: ¿Está ofreciéndose como profesor?
Lorenzo: ¿Por qué no? Es lo mínimo después de la sopa.
Yo: ¿Y si me vuelve a confundir con un plato italiano?
Lorenzo: Prometo corregirla… amablemente.
Y así empezó el caos educativo.
A las seis en punto, nos conectamos por videollamada. Lorenzo apareció con una camisa blanca, el cabello ligeramente despeinado y esa expresión entre elegante y distraída que lo hacía parecer salido de una película europea.
Yo, en cambio, llevaba una camiseta con manchas de salsa y un moño mal hecho.
Equilibrio cultural, supongo.
—Buonasera, Andrea —saludó él, con una sonrisa que sonaba a música.
—Buenas noches, profesor.
—Ah, me gusta cómo suena eso.
—No se acostumbre.
Él rió y empezó la clase.
—Repita conmigo: ciao, come stai?
—Chao, come estai.
—Stai. No “estai”.
—Pero si lo digo rápido, suena igual.
—No en mi idioma.
—Bueno, su oído es demasiado italiano para mi boca dominicana.
Lorenzo soltó una carcajada.
—Esa es una frase que debería poner en una camiseta.
Seguimos con más frases básicas: “Mi chiamo Andrea”, “Piacere di conoscerti”, y una que él insistió en enseñarme: “Sono molto impegnata.”
—¿Qué significa? —pregunté.
—“Estoy muy ocupada”.
—Perfecto. La usaré cuando alguien me invite a salir.
—O cuando yo le pida otra traducción.
—Exactamente.
Ambos reímos.
Durante la clase, descubrí algo inesperado: Lorenzo tenía paciencia. Mucha.
Cada vez que yo pronunciaba mal una palabra, no se burlaba (al menos, no mucho). Solo me corregía con ese tono suave, casi musical.
—Repita: cuore.
—¿Cuore?
—Casi. Es más… desde el centro del pecho.
—¿Como si estuviera enamorada?
—No hace falta exagerar —respondió con una sonrisa torcida.
El aire se volvió un poco más cálido.
—¿Así? Cuore.
—Perfetto. —Su voz bajó apenas un tono—. Tiene buena entonación cuando deja de pelear con las palabras.
—Y usted cuando deja de burlarse.
Fue un intercambio breve, pero bastó para que mi corazón hiciera un salto involuntario.
Nada serio, claro. Solo un reflejo lingüístico.
Después de una hora de lecciones, mi cerebro pedía vacaciones.
—No puedo más —me quejé—. Siento que mi lengua va al gimnasio.
—Eso es bueno. Significa que está aprendiendo.
—O muriendo lentamente.
—Le haré una prueba.
—No, por favor.
—Demasiado tarde. ¿Cómo se dice “buenos días”?
—Buongiorno.
—Excelente. ¿Y “gracias”?
—Grazie.
—Muy bien. ¿Y “me debe un café”?
—¿Por qué aprendería eso?
—Porque me lo debe —dijo, alzando una ceja.
Reí, rendida.
—Está bien, profesor. Le devo un caffè.
—Perfetto. Lo recordaré.
Cuando colgamos la llamada, me quedé mirándole en la pantalla unos segundos más, hasta que la imagen desapareció.
Había algo en sus ojos, una especie de calma mezclada con melancolía.
Lorenzo siempre parecía estar en dos lugares a la vez: en el presente conmigo y en algún recuerdo lejano al que no podía regresar.
Yo, que prometí mantenerme firme en mi “solo trabajo”, empecé a sospechar que esa frase era cada día más frágil.
Al día siguiente, en la oficina, las cosas tomaron un giro divertido.
Estábamos revisando la traducción de un capítulo particularmente romántico. Lorenzo dictaba y yo escribía.
—“Ella le sonrió con el corazón en llamas…” —leyó él.
—Eso suena peligroso —dije, tecleando—. ¿No puede ser “el corazón acelerado”?
—No. En italiano, el fuego es símbolo de pasión.
—Bueno, en mi país, el fuego es símbolo de que algo va a explotar.
Él se rió.
—Por eso me gusta trabajar con usted. Le quita la solemnidad a mis dramas.
—Y usted se la devuelve.
—Perfecta combinación.