Cumplir años cuando estás lejos de casa es como abrir una caja vacía esperando encontrar algo dentro.
Te preparas mentalmente para la alegría, pero lo único que llega es el eco de tu propia voz diciendo “feliz cumpleaños”.
Esa mañana me desperté con la alarma del celular y una notificación:
“¡Feliz cumpleaños, Andrea!”
Del calendario de Google.
Genial.
Ni siquiera mis amigos humanos me ganaron de mano.
El algoritmo sí.
Me quedé en la cama unos minutos, mirando el techo descascarado, recordando los cumpleaños de antes.
Los de verdad.
Mi mamá despertándome con una canción desafinada, el olor a bizcocho de vainilla y mi tía gritando que no comiera antes del almuerzo.
Las risas, las voces, los abrazos.
Todo eso estaba a miles de kilómetros, y yo aquí, compartiendo espacio con un gato ladrón de medias y un mejor amigo que probablemente ni sabía qué día era hoy.
Me levanté, me hice un café instantáneo y abrí el correo.
Nada.
Ni un “feliz día”.
Solo facturas.
El primero en felicitarme fue el banco: “Su saldo actual es de $14.23”.
Awww.
Gracias por el regalo, capitalismo.
Leo apareció un rato después, despeinado, con el gato Spaghetti en el hombro.
—Buenos días, cumpleañera —dijo, como si nada.
Yo arqueé una ceja.
—¿Te acordaste?
—Por supuesto. No todos los días comparto apartamento con una anciana de veintitantos.
—Veintiséis —corregí, ofendida.
—Eso dije. Anciana.
Le lancé una servilleta, y él rió.
Luego sacó de la nevera una cajita.
—Sé que no es pastel, pero... —la abrió— muffins de chocolate de la panadería de la esquina.
—¿Tú los compraste?
—Bueno… en realidad fue una promoción de “compra dos, lleva el tercero gratis”.
—Qué generoso.
—Y además, Spaghetti eligió el sabor.
El gato maulló como si confirmara la historia.
No pude evitar sonreír.
—Gracias, Leo.
—Oye, no te pongas sentimental. Aún tenemos que sobrevivir el mes.
—Feliz cumpleaños para mí —murmuré, soplando un pedacito imaginario de vela.
El día siguió su curso sin emoción.
Trabajé toda la mañana revisando traducciones mientras el sol entraba por la ventana y calentaba la mesa.
No esperaba regalos ni sorpresas, pero confieso que miraba el celular más de lo habitual.
Lorenzo solía escribir cada mañana.
Esa vez, nada.
Intenté convencerme de que no me importaba.
Era mi jefe, no mi amigo.
Y mucho menos... lo otro.
Pero igual, cuando dieron las once y el teléfono seguía en silencio, una parte de mí se encogió un poquito.
A media tarde, la nostalgia me ganó.
Salí a caminar.
El cielo estaba gris, como si Nueva York también tuviera un mal día.
Me compré un café barato y me senté en un banco del parque, viendo pasar a la gente: familias, parejas, niños riendo.
Todos parecían tener a alguien.
Yo tenía a mi muffin y mi soledad con nombre italiano.
“Madurar es eso”, pensé, “entender que los cumpleaños ya no son fiestas, sino días comunes con un toque de melancolía”.
Regresé al apartamento al anochecer.
Leo no estaba; había ido a su trabajo de medio tiempo.
Solo Spaghetti me esperaba, enrollado sobre mi suéter favorito.
—Al menos tú sí me amas —le dije.
El gato me miró con cara de “solo te uso por el calor”.
—Perfecto. Ni los animales respetan los cumpleaños humanos.
Encendí una vela pequeña (la única que quedaba, aromática de vainilla) y la puse sobre la mesa.
No había pastel, ni globos, ni música.
Solo yo, el silencio, y una taza de café tibio.
Pensé en llamar a mi mamá, pero la diferencia de horario me frenó.
Además, no quería que notara mi voz quebrada.
No quería que supiera que su hija fuerte se sentía más sola que nunca.
Me quedé así, en silencio, hasta que sonó el timbre.
Eran casi las nueve.
No esperaba a nadie.
Por un segundo pensé que era Leo, olvidando sus llaves.
Pero cuando abrí la puerta, me encontré con Lorenzo.
Sí.
Lorenzo Conti.
En persona.
Con el cabello revuelto por el viento, una chaqueta negra y una bolsita de papel en la mano.
—Buonasera —dijo con esa voz grave que parecía sonar más cálida cuando no venía de una pantalla.
—¿Qué… qué hace aquí? —pregunté, medio sorprendida, medio descompuesta.
—Vine a entregar algo.
Levantó la bolsita. Dentro, un panecillo redondo con una pequeña vela clavada en el centro.
—Feliz cumpleaños, traduttrice.
Me quedé muda.
—¿Cómo… cómo se enteró?
—No fue difícil. Lo decía en su perfil de trabajo.
—¿Y vino hasta aquí solo por eso?
—Bueno, también necesitaba devolverle el cuaderno de notas. Pero el cumpleaños fue una buena excusa.
Sonreí, y sentí que el pecho me dolía un poco de ternura.
—No tenía por qué hacerlo.
—Lo sé. Pero quería hacerlo.
Entró sin que lo invitara formalmente, con esa confianza tranquila que parecía venir de otro tiempo.
Se sentó frente a la mesa y colocó el panecillo entre nosotros.
—No pude conseguir pastel —dijo—. Espero que el pan dolce sirva.
—Sirve perfectamente.
Saqué un encendedor y prendí la vela.
La llama bailó, pequeña, cálida, casi tímida.
—Debe pedir un deseo —dijo él.
—¿Y si no se cumple?
—Entonces pide otro. En italiano.
Cerré los ojos.
Pedí lo único que no sabía poner en palabras: paz.
Soplé. La vela se apagó, pero la sonrisa de Lorenzo seguía ahí, iluminándolo todo.
Comimos el panecillo entre risas.
Él contó anécdotas de su infancia en Roma: su abuela regañándolo por usar frases modernas en los poemas, los almuerzos eternos de los domingos, el olor del café recién hecho.
Yo hablé de mis cumpleaños en República Dominicana, de las fiestas en el patio y de mi tía bailando merengue con los vecinos.