La traducción del amor

Capitulo 10

– Una invitación inesperada

El lunes amaneció con olor a café y desconfianza. El tipo de desconfianza que te deja el mundo después de que tu error lingüístico se convierte en meme internacional. “El amor arde como una sopa caliente” seguía apareciendo en cada red social, en cada video remixado con fuego y cucharones animados. Incluso el gato que Leo había adoptado parecía juzgarme cada vez que pasaba por mi escritorio.

Pero esa mañana, Lorenzo estaba… distinto. O más bien, tranquilo. Demasiado tranquilo. Y eso, viniendo de él, me daba miedo.

—Buenos días, Andrea —dijo con su tono sereno, ese acento italiano que convertía las palabras simples en melodía.
—Buenos días —respondí sin levantar la vista del monitor—. Antes de que empieces, ya sé que “sopa caliente” no era la metáfora que querías.

Él rió, esa risa contenida, elegante, pero genuina.
—No iba a decir nada. De hecho, creo que ayudó. El libro ahora tiene más atención de la que esperaba.

—Ah, perfecto. Entonces, si la editorial quiere que escribas “El arte de amar como sopa”, me mandas las regalías —dije sarcástica.

Lorenzo dejó su taza sobre la mesa, la miró unos segundos y luego me observó con una expresión que no supe leer.
—Estás ocupada el viernes, ¿verdad?

—¿Por qué? ¿Piensas despedirme ese día y quieres asegurarte de que no tenga planes?

—No. Quiero invitarte a un evento —respondió con naturalidad—. Una presentación literaria. Varios editores, escritores, traductores... Será en una galería pequeña, pero importante.

Lo miré como si acabara de decir que había comprado la luna.
—¿Un evento literario? ¿Yo?

—Sí, tú. —Se cruzó de brazos—. No te estoy invitando como acompañante, sino como mi traductora asistente.

Y ahí lo dijo. “Traductora asistente”. Un título que sonaba a promoción, pero que en mi cabeza solo significaba una cosa: desastre potencial.

—Lorenzo, yo… apenas estoy dejando de depender del traductor. No sé si—

—Andrea, lo harás bien. —Su tono fue firme, como si no existiera opción—. No tienes que hablar en público, solo acompañarme, revisar que todo esté en orden con los textos que se mostrarán y, si se presenta la oportunidad, ayudar con las traducciones rápidas.

Tragué saliva. Podía sentir el vértigo subirme desde los talones.
—¿Y si alguien me pregunta algo y me quedo en blanco?

—Entonces sonríes. Tienes una sonrisa encantadora. Eso suele bastar.

Sentí que el aire se me atascaba entre el orgullo y el pánico. No supe si agradecer o esconderme bajo la mesa.

El resto de la semana fue un torbellino de nervios. Leo, por supuesto, estaba encantado con la noticia.
—¿Un evento literario? ¡Eso suena elegante! Te imagino con un vestido negro, copa de vino en la mano, hablando de “la intensidad simbólica del verbo traducir”.

—Sí, claro. Más bien me imagino balbuceando en italiano y tirándole vino encima a algún editor.

—Andrea, tienes que hacerlo. Es tu oportunidad de conocer gente, salir del apartamento, de que alguien te vea más allá del “meme de la sopa”.

—¿Sabes qué? —suspiré—. Me voy a preparar. No quiero hacer el ridículo.

—Demasiado tarde —respondió con una sonrisa pícara—. El ridículo eres tú desde que decidiste aprender italiano con un búho verde.

Le lancé una servilleta.

El viernes llegó demasiado rápido. Me puse un vestido azul oscuro que me prestó la vecina del 4B (sí, la chismosa, pero al menos tenía buen gusto). Llevaba el cabello suelto, algo de maquillaje y la esperanza de no tropezar con mis propios nervios.

Cuando Lorenzo me vio en el lobby del edificio, levantó una ceja.
—Vaya, señorita traductora. Si me hubieras dicho que el italiano inspiraba tanta elegancia, habría empezado las clases hace años.

—Y si me hubieras dicho que esto era una alfombra roja, habría traído un extintor para mis nervios —le contesté.

Su risa fue breve, pero sincera. Subimos al auto. El silencio que siguió no fue incómodo, sino… expectante.

—¿Sueles asistir a este tipo de eventos? —pregunté, mirando por la ventana.
—Demasiados. En mi país, todo gira en torno a la imagen, al apellido, a las apariencias. Aquí intento mantenerlo más simple.

—¿Y te funciona?

—A veces. Pero la gente siempre termina queriendo saber más de lo que uno quiere contar.

Lo miré de reojo. Había algo detrás de sus palabras. Un peso invisible. No pregunté. No aún.

La galería era un espacio lleno de luces cálidas, cuadros minimalistas y personas con copas de vino en la mano. Todo olía a dinero, a cultura y a perfume caro.

Yo, con mis zapatos de segunda mano, sentía que había entrado en otro planeta.

—Tranquila —me susurró Lorenzo, al notar mi incomodidad—. No tienes que impresionar a nadie.

—Fácil para ti decirlo. Tú naciste con ese aire de “misterio europeo irresistible”. Yo nací con el de “me equivoqué de autobús”.

Él sonrió.
—Ese es tu encanto.

Sentí calor en las mejillas. Y no, no era el vino.

Nos acercamos a un grupo de editores. Lorenzo conversaba con fluidez, mitad inglés, mitad italiano, mientras yo intentaba seguir el hilo sin parecer perdida. Tomaba notas mentales, revisaba papeles, sonreía cuando debía, asentía cuando no entendía nada.

Hasta que uno de los editores, un hombre con barba gris y gafas redondas, me dirigió la palabra.
—¿Y tú eres la traductora? —preguntó con curiosidad.

—Bueno… asistente de traductora —respondí torpemente.

—Ah, excelente. Entonces dime, ¿qué opinas de la elección de Lorenzo de mantener el título original en italiano?

Silencio. Pánico. Mi mente en blanco. ¿Qué título? ¿Cuál de los veinte borradores?

—Ah… yo creo que es… —balbuceé— una decisión… valiente. Muy… metafórica.

El hombre asintió, pensativo.
—Sí, lo es. Supongo que coincidimos.

Y así, milagrosamente, sobreviví a mi primer encuentro profesional.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.