Entre champán y vergüenza
Hay muchas formas de perder la dignidad en público: tropezar frente a una multitud, confundir un saludo con un beso o, mi favorita, derramar champán sobre alguien importante. Y sí, por “alguien importante” me refiero a la jefa de la editorial más influyente del país.
Pero no nos adelantemos.
La mañana después del evento anterior me levanté creyendo que había sobrevivido ilesa. Sin memes nuevos, sin tropiezos verbales, sin incidentes. Lorenzo me había felicitado, Leo me había molestado, y yo, Andrea “la traductora amateur”, había sentido por primera vez que pertenecía un poco a ese mundo.
Error.
El lunes, Lorenzo me escribió un mensaje breve, formal como siempre:
Hay un nuevo evento el sábado. Cena privada. Confirmaré la hora.
Le respondí con el mismo nivel de elegancia:
¿Y si mejor simulamos un corte de energía global?
No hubo respuesta. Solo un emoji de una copa de vino.
Pasé la semana entera ensayando frases en italiano, practicando cómo caminar con tacones y, sobre todo, prometiéndome no tocar nada líquido. Ni agua. Ni café. Ni vino.
Leo, por supuesto, no ayudó.
—Tienes que llevar algo que grite “profesional, pero con carisma”.
—¿Y eso cómo se traduce al idioma de “no tengo dinero para un vestido nuevo”?
—Tranquila, el armario de mi ex está lleno de ropa que dejó aquí.
—Tu ex, ¿la que filtró mi traducción y me volvió un meme? —pregunté arqueando una ceja.
—Esa misma. Pero tiene buen gusto. —Sonrió, nervioso—. Considera esto como venganza poética.
El sábado, frente al espejo, me vi diferente. No glamorosa, pero… decente. Vestido negro, discreto. Cabello recogido, un toque de brillo en los labios.
Cuando Lorenzo llegó a recogerme, su mirada se detuvo por un instante más de lo habitual.
—Espero que ese vestido no sea tan elegante como para opacar al autor.
—No te preocupes —respondí—, lo único que opaco son los tragos que derramo.
Él sonrió, y esa pequeña curva en su boca me hizo olvidar por unos segundos lo que me esperaba.
La cena era en un restaurante de lujo. Luces suaves, música en vivo, camareros con bandejas de copas que brillaban como promesas peligrosas.
Lorenzo saludó a varias personas. Yo lo seguía con una sonrisa nerviosa, cuidando cada paso, cada respiración. Todo iba bien… hasta que apareció ella.
—¡Lorenzo! —dijo una mujer alta, rubia, de unos cincuenta años. Su voz tenía ese tono de quien está acostumbrada a que todos escuchen cuando habla—. ¡Querido! No te veía desde Italia.
Lorenzo se tensó.
—Claudia —dijo, cortés—. Un placer verte.
Ella sonrió y me observó con interés.
—¿Y quién es esta encantadora joven?
—Mi traductora asistente, Andrea —respondió Lorenzo.
—Ah, sí. La del… ¿cómo era? —chascó los dedos— “El amor arde como una sopa caliente”.
Tragué saliva.
—Ese… fue un malentendido lingüístico.
—Oh, querida, todos lo fueron alguna vez —replicó con una sonrisa que no era precisamente amable.
Lorenzo me lanzó una mirada rápida, como diciéndome ignórala. Pero ya era tarde. La cena apenas comenzaba y el universo se preparaba para su espectáculo favorito: verme hacer el ridículo.
Los camareros pasaban con bandejas relucientes. Champán, vino tinto, blanco, burbujas traicioneras. Tomé una copa, decidida a mantenerla lejos de cualquier persona importante.
Todo iba bien… hasta que Claudia regresó a la mesa.
—Lorenzo, debes contarles aquella anécdota de Roma. La del traductor que confundió “pasión ardiente” con “gastritis aguda”.
Todos rieron. Todos menos yo.
Intenté sonreír, pero al hacerlo, moví la mano… y la copa se volcó en cámara lenta, bañando en champán el vestido blanco de Claudia.
Silencio.
El tiempo se detuvo.
Mi alma abandonó mi cuerpo, subió al techo, y desde allí observó la escena con horror.
—Oh, Dios mío —dije en un susurro—. Lo siento muchísimo, yo—
—Tranquila —dijo Claudia, con una sonrisa helada—. No es la primera vez que alguien intenta arruinarme una noche.
Las risas incómodas llenaron el aire. Yo deseé convertirme en evaporación.
Pero antes de que pudiera escapar, Lorenzo dio un paso adelante.
—Fue un accidente —dijo con voz firme—. Y si sirve de algo, Claudia, el color champán te sienta bien.
Un murmullo recorrió la mesa. Claudia arqueó una ceja.
—Siempre tan… encantador, Lorenzo.
Él sonrió sin inmutarse.
—Y tú siempre tan comprensiva.
La tensión era palpable. Yo solo quería desaparecer.
Minutos después, me refugié en la terraza del restaurante, respirando el aire frío, intentando no llorar. Desde el interior llegaba el sonido de los cubiertos, las risas, la vida que seguía como si nada.
“Genial”, pensé. “Andrea, la chica que exporta vergüenza internacional.”
Escuché pasos detrás de mí. Era Lorenzo.
—Te escapaste —dijo, apoyándose junto a mí en la baranda.
—Intentaba huir antes de que me deporten —murmuré.
Él rió, suave.
—No fue tan grave.
—Lorenzo, le lancé champán a la editora que podría decidir si publicas o no tu próximo libro. Fue exactamente tan grave.
—Ella no decidirá nada. No tiene ese poder. —Me miró—. Pero si lo tuviera, igual no me importaría.
Lo observé, confundida.
—¿Por qué me defiendes? Apenas sabes quién soy.
—Sé quién eres, Andrea. —Su voz bajó, sincera—. Sé que eres la única que se toma en serio mis textos. Que estudia un idioma solo para entenderlos mejor. Que ríe incluso cuando el mundo la pisa.
Sentí un nudo en la garganta.
—Eso suena como una descripción muy generosa de una mujer que acaba de cometer un desastre líquido.
—Es una descripción realista —respondió—. Y, si te sirve, fue el primer evento literario en meses donde no me aburrí.
No pude evitar sonreír.
—Eso fue un cumplido raro, pero lo aceptaré.