La traducción del amor

Capitulo 12

Silencios que dicen demasiado

Dicen que después de una tormenta viene la calma.
A veces es cierto.
Otras veces, la tormenta solo se sienta a esperarte con una copa de vino, una sonrisa cínica y un silencio imposible de ignorar.

Así se sentía el día después del evento.

El video del “Champán Solidario” seguía circulando por todas partes. Leo no dejaba de hacer chistes, Spaghetti (el gato) había tirado mi planta favorita, y Lorenzo no había escrito nada en todo el día.
Nada.
Ni un buenos días, traductora caótica, ni un emoji de café.
Silencio.

Y eso —su silencio— pesaba más que cualquier crítica.

Pasé la mañana intentando concentrarme en mi trabajo. Tenía que revisar un capítulo lleno de frases en italiano tan poéticas que me daban ganas de renunciar al idioma por completo.

"Le parole che non diciamo sono quelle che più gridano."
Las palabras que no decimos son las que más gritan.

Perfecto. Justo lo que necesitaba: un recordatorio de que yo también tenía un océano de cosas sin decir.

Suspiré, cerré el portátil y fui a buscar café.

Leo estaba tirado en el sofá viendo el video por enésima vez.
—Andre, te juro que deberías aprovechar la fama. Una entrevista, un canal de TikTok, ¡algo!

—Leo, si vuelvo a escuchar la palabra “champán”, voy a empezar a tener reacciones alérgicas.

—Está bien, está bien. Pero… —me miró con una sonrisa traviesa—, ¿ya te escribió el italiano dramático?

—No. Y mejor así.

—Ajá. Dices eso con cara de que revisas el celular cada cinco minutos.

Le lancé una mirada asesina.
—Leo, por favor.

Él levantó las manos, rendido.
—Solo digo que entre ustedes hay algo. Y si no lo hay, debería haberlo.

—No hay nada —mentí—. Es mi jefe.

—Sí, claro. Y yo soy el gato. —Miró a Spaghetti, que maulló en su defensa.

A las tres de la tarde, mi teléfono vibró.
Lorenzo Rossi.

Sentí un salto en el pecho, como si mi corazón acabara de ganar un premio que no pidió.

Lorenzo: ¿Tiene un momento para revisar unos párrafos?
Yo: Claro. Envíalos.
Lorenzo: Prefiero hablarlo por videollamada.

Tragué saliva.

Yo: De acuerdo.

Cinco minutos después, la pantalla se iluminó.

Lorenzo aparecía en su estudio, con la luz del atardecer dibujándole sombras en el rostro. Parecía cansado, pero en sus ojos había algo más… una especie de duda que no solía mostrar.

—Hola —dije, con voz más baja de lo normal.

—Hola, Andrea. —Su tono era tranquilo, pero su mirada… no. Era intensa, como si buscara algo más allá de las palabras.

Durante unos segundos, ninguno habló. El tipo de silencio que se siente, no que se escucha.

Finalmente, él aclaró la garganta.
—Quería agradecerte otra vez por lo de anoche.

—¿Agradecerme? Lorenzo, te metí en un problema diplomático con burbujas incluidas.

—Y aún así te las arreglaste para que todos hablen de mi libro. —Sonrió apenas—. El video tuvo más difusión que cualquier campaña de marketing.

—Excelente. Ahora tu novela se asociará con manchas de vino y tragedias líquidas.

—Podría ser peor —respondió, divertido—. Podría haberse derramado sobre mí.

—Cierto. En ese caso, el internet habría colapsado.

Ambos reímos, pero era una risa nerviosa. Una que servía para tapar algo más grande.

La conversación siguió entre comentarios triviales: correcciones de texto, bromas sobre mi pronunciación de “cuore” y su eterno café sin azúcar.

Hasta que el tema cambió.

—Andrea —dijo de pronto—, ¿por qué siempre haces eso?

—¿Hacer qué?

—Burlarte de ti misma antes de que alguien más lo haga.

Me quedé quieta.
—No sé de qué hablas.

—Sí lo sabes. —Su voz bajó un tono—. Te disculpas incluso cuando no hiciste nada. Te restas importancia cada vez que algo sale bien.

Lo miré, intentando mantener el control.
—Es un mecanismo de defensa.

—¿De qué te defiendes?

—De todo. —Suspiré—. De fallar, de que me echen, de no ser suficiente.

Hubo silencio.
El tipo de silencio que no pide ser llenado.

Él apoyó el codo sobre la mesa, observándome con una mezcla de ternura y respeto.
—Tú eres más que suficiente, Andrea.

Mis manos temblaron levemente.
No estaba preparada para escuchar eso. No de él. No de nadie.

—No digas eso.

—¿Por qué no?

—Porque… —me obligué a sonreír— si me lo creo, después dolerá más cuando la realidad me contradiga.

—La realidad no siempre contradice, a veces confirma. —Sus ojos se suavizaron—. Y la mía confirma que no quiero trabajar sin ti.

El silencio volvió. Pesado. Dulce. Peligroso.

Durante unos segundos, solo se escuchó el ruido del teclado.
Yo fingía revisar el texto, él fingía concentrarse. Pero ambos sabíamos que algo había cambiado.

No era amor. Todavía.
Era algo más sutil. Una corriente invisible que nos empujaba a un punto intermedio entre lo profesional y lo imposible.

Hasta que rompí el hechizo:
—Deberíamos centrarnos en el trabajo, ¿no?

Lorenzo asintió despacio.
—Por supuesto. El trabajo.

Pero su tono no coincidía con sus palabras.

Terminamos la videollamada una hora después. Me quedé mirando la pantalla vacía, el reflejo de mi rostro sobre el fondo negro.

“Te restas importancia.”
Su frase seguía dando vueltas en mi cabeza como una canción que no quería irse.

Quizá tenía razón.
Quizá yo llevaba tanto tiempo protegiéndome que me había vuelto una experta en esconderme detrás del sarcasmo y los errores.

Quizá por eso me asustaba tanto que alguien me viera de verdad.

Porque Lorenzo… me estaba viendo.

Esa noche, Leo estaba cocinando pasta (mal, por cierto).
—Te ves rara —dijo, removiendo la salsa con una cuchara—. ¿Pasó algo?




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