La traducción del amor

Capitulo 13

– La oferta

No todos los días alguien te dice que puede volver a su país con una llamada de teléfono.
Y no todos los días esa noticia te hace sentir que te están arrancando el piso bajo los pies.

Era lunes, el tipo de lunes que huele a café frío y a correos sin responder. Lorenzo estaba frente a su laptop, con su taza de porcelana italiana (porque claro, hasta para tomar café era elegante), y yo estaba intentando que el traductor no se colgara por quinta vez.

La mañana parecía normal… hasta que sonó su teléfono.
Y cambió todo.

Pronto? —contestó, con ese tono que me daba entre curiosidad y escalofríos.
Yo traté de no escuchar, pero por supuesto escuché. No porque fuera chismosa… bueno, tal vez un poco.
Era italiano. Rápido. Tenso. Con silencios.
Después de unos segundos, su rostro cambió. Esa mirada serena que siempre tenía se transformó en algo… más distante. Más serio.

Colgó sin decir nada.
Ni una palabra.
Solo se quedó mirando la pantalla, como si de repente todo el inglés del mundo se le hubiese olvidado.

—¿Todo bien? —pregunté, intentando sonar casual mientras fingía que revisaba mis notas.
—Una llamada de Italia —respondió sin mirarme—. De una editorial.
—¿Y? —pregunté, sabiendo perfectamente que el y era una bomba de relojería.
—Quieren que regrese —dijo finalmente.

El silencio que siguió fue tan espeso que se podría untar en pan.

—¿A… vivir? —balbuceé.
—A trabajar. Un contrato. Publicar el libro allá.
—¿Y vas a aceptar? —intenté sonar profesional, pero la voz me salió como si acabara de tragarme una piedra.

Lorenzo suspiró y se reclinó en la silla.
—No lo sé. —Pausó, miró la pantalla y luego me miró a mí—. Todo aquí está empezando a funcionar. No sé si quiero irme todavía.

“Todavía”. Esa palabra se clavó en mi pecho.
Como si su permanencia fuera una fecha de vencimiento con tiempo limitado.

Sonreí, porque no sabía qué más hacer. Sonreír era mi mecanismo de defensa cuando todo dolía.
—Bueno, supongo que es una buena noticia, ¿no? —dije, tragando el nudo en la garganta—. Te lo mereces.
—¿De verdad lo crees? —preguntó, con una mezcla de duda y vulnerabilidad que me desarmó.
—Claro que sí —mentí. O quizás no del todo—. Eres talentoso, Lorenzo. No todos los días una editorial llama para llevarte de vuelta a casa.

Él asintió, pero no parecía feliz.
Solo… pensativo.
Y yo solo quería que volviera a reírse de algo, aunque fuera de mis errores con el italiano.

Esa tarde, el apartamento se sentía distinto.
Leo no estaba —había salido con su “ex-casi-novia” otra vez, esa chica que tenía más veneno que un cactus—, así que el silencio reinaba.
Yo intentaba concentrarme en las páginas que debía traducir, pero mi cabeza se había ido a Italia sin pasaporte.

Me imaginé a Lorenzo allá, caminando entre calles empedradas, rodeado de arte, de gente que hablaba su idioma sin subtítulos, de cafés donde nadie pronunciaba mal su nombre.
¿Y yo?
Yo seguiría aquí, peleando con el casero, con el gato de Leo y con mi tostadora que solo funcionaba si le rezaba antes.

“Ridícula”, me dije en voz baja. “Ni siquiera es tu problema”.

Pero lo era.
Porque sin querer, Lorenzo se había convertido en una especie de constante en mi vida.
Alguien que daba sentido a mis mañanas caóticas, que hacía que mis errores parecieran chistes y mis días más… soportables.

Al día siguiente, él llegó con su abrigo largo, más callado de lo normal.
Yo tenía el cabello en una coleta mal hecha y un suéter que gritaba no dormí bien, pero intenté mantener el humor.

—Buenos días, señor estrella editorial internacional —bromeé.
Él soltó una risa leve.
—No empieces.
—¿Cómo que no empiece? Si te haces famoso, quiero comisión.
—Andrea… —dijo mi nombre con esa pronunciación que hacía que todo sonara mejor—. No sé si quiero irme.
—¿Por qué no? —pregunté, sabiendo que mi corazón latía más rápido de lo que debería—. Italia suena perfecto.
—Porque allá todo lo que dejé sigue igual —dijo en voz baja—. Mi familia, la prensa, los rumores… No sé si tengo energía para volver a ser “el hijo del editor”.
—¿Y aquí qué eres? —pregunté sin pensar.
Él me miró. Largo, intenso.
—Aquí… soy alguien que puede respirar.

Esa frase me desarmó.

Hubo un silencio extraño, de esos que no son incómodos pero tampoco seguros.
Y por un segundo, quise decirle que no se fuera, que me gustaba su caos, su calma, su manera de entender el mundo.
Pero no lo hice.
Porque no era mi lugar.

Esa noche, mientras cenábamos pizza recalentada con Leo, él me notó distraída.

—¿Qué te pasa, Andi? —preguntó con la boca llena.
—Nada. —Mentí, otra vez.
—Mentira detectada.
—Lorenzo recibió una oferta para volver a Italia.
—Ah. —Hizo una pausa—. ¿Y tú qué piensas?
—Que es lo mejor para él.
—¿Y para ti?
No respondí.

Leo me observó un momento, con esa expresión de hermano mayor que le salía sin querer.
—Andi, no está prohibido querer a alguien, ¿sabías?
—No lo quiero —me apresuré a decir.
—Ajá. Y yo soy el Papa.
—En serio, Leo. Es mi jefe. Además, ni siquiera hay nada.
—A veces no tiene que haber nada para que duela —murmuró.

Y tenía razón.
Porque dolía.

Los días siguientes fueron una mezcla rara: Lorenzo más concentrado que nunca, yo más distraída que siempre.
La tensión era como un hilo invisible entre nosotros. No incómoda, pero palpable.

Una tarde, mientras repasábamos una frase complicada, nuestras manos se rozaron sobre el teclado.
No fue intencional, pero el tiempo pareció detenerse un instante.
Yo aparté la mía tan rápido que casi tiro el café.
Él fingió no notarlo, pero la sonrisa que le tembló en los labios lo delató.




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