La traducción del amor

Capitulo 14

– Leo y su corazón roto

Hay días en los que el mundo parece conspirar para que todo salga mal.
Y después están los días en los que el mundo simplemente se sienta a mirar cómo tú te desmoronas.

Ese era el caso de Leo.

Todo empezó con una llamada a las siete de la mañana —una hora en la que mi cerebro aún está en modo “¿quién soy y por qué existo?”—.
El timbre del teléfono sonó tres veces antes de que Leo entrara a mi habitación sin tocar, con los ojos rojos y el celular temblando en la mano.

—Me despidieron —dijo.

Solo eso. Sin contexto. Sin introducción.

Yo me senté en la cama, despeinada, envuelta en la manta, con el corazón encogido.
—¿Qué? ¿Cómo que te despidieron?
—Así mismo. “Recortes de personal”. Ni siquiera me dejaron terminar la semana. —Se rió, pero esa risa vacía que no engaña a nadie—. Dicen que fue “una decisión administrativa”. Yo digo que fue porque no le caía bien al supervisor.

No supe qué decir.
Solo me levanté, le quité el celular de la mano y lo abracé.

Leo no era de los que lloraban. Su manera de sufrir era quedarse en silencio, fingiendo que estaba bien mientras su mirada gritaba lo contrario.
Pero esa mañana, cuando apoyó la cabeza en mi hombro, sentí su respiración entrecortada.
Y entendí que a veces el único lenguaje posible es un abrazo.

La cocina olía a café y tostadas quemadas (mi especialidad).
Mientras revolvía el azúcar en la taza, Leo estaba en la mesa, mirando el vacío como si ahí hubiera un futuro que ya no existía.

—No era el trabajo de mis sueños —dijo al fin—, pero pagaba las cuentas.
—Y ahora te toca empezar otra vez —intenté sonar positiva, aunque el optimismo a veces me sale torcido.
—¿Empezar otra vez? —repitió, con una sonrisa amarga—. Andi, tengo veintisiete años, un título que nadie respeta y cero ahorros.
—Tengo veintinueve, un título que no uso y una tostadora suicida —respondí—. Y aquí estamos, sobreviviendo.
—Sí, pero tú eres tú —dijo él—. Siempre encuentras algo bonito en el desastre.

Eso me dolió. Porque no siempre lo encontraba.
A veces solo fingía que lo hacía para no rendirme.

El resto del día fue una coreografía de silencios y sarcasmo.
Leo pasó horas mirando ofertas de empleo, yo traté de concentrarme en mis traducciones, pero cada palabra en italiano me sonaba hueca.
“Amore”, “perdita”, “speranza”.
Amor, pérdida, esperanza.
Palabras que, sin querer, parecían hablar de nosotros dos: dos sobrevivientes de distintas guerras.

A media tarde, el gato callejero que Leo había adoptado saltó a la mesa y tiró mi taza de café.
Yo solté un grito, Leo soltó una carcajada.
Y en ese instante, el peso en el aire pareció disolverse un poco.

—¿Ves? —dijo él—. Ni el universo te deja tomar café tranquila.
—Tal vez el universo sabe que necesito una excusa para no seguir traduciendo.
—O para no pensar.
—Tú tampoco lo estás haciendo —le señalé.

Él me miró con esa mezcla de ternura y frustración que solo alguien que te conoce de verdad puede darte.
—Estoy pensando en todo, Andi. En si elegí mal, en si soy suficiente, en si vale la pena seguir aquí.
—Vale la pena —dije sin dudarlo.
—¿Y si me quedo estancado?
—Entonces nos estancamos juntos.

Él me sonrió, apenas. Pero esa pequeña sonrisa era suficiente para saber que el dolor estaba empezando a respirar.

Esa noche, cocinamos pasta con lo poco que teníamos. Bueno, “cocinar” es una palabra generosa.
La pasta estaba pasada y la salsa sabía a resignación, pero al menos el momento era nuestro.
Leo puso música —una playlist vieja que habíamos hecho cuando aún creíamos que todo se arreglaba bailando—, y por primera vez en días, reímos.

—¿Te imaginas si algún día todo esto se convierte en una historia que contar? —dijo, con la boca llena.
—No sé si el mundo está listo para nuestras historias —bromeé.
—Claro que sí. Sería una tragicomedia: Dos latinos, un gato y la renta impagable.
—O Manual de supervivencia emocional y carbohidratos baratos.
—Perfecto. Tú escribes, yo ilustro.
—Y el gato edita.

Reímos hasta que nos dolió el estómago.
A veces la felicidad llega disfrazada de tontería.

Cuando me fui a dormir, no pude evitar pensar en lo mucho que Leo y yo habíamos sobrevivido juntos: el desarraigo, el miedo, los trabajos basura, la nostalgia de un hogar que ya no existe.
Éramos familia sin sangre, refugio sin promesas.
Y eso, pensé, era más valioso que cualquier estabilidad.

Pero también sentí una punzada de culpa.
Porque, en medio de su tristeza, mi mente se escapaba una y otra vez hacia Lorenzo.
Hacia la posibilidad de que se fuera.
Hacia ese vacío nuevo que se formaba dentro de mí, y que ni siquiera la amistad más sincera podía llenar.

Los días siguientes fueron una especie de rehabilitación emocional.
Leo empezó a pintar otra vez —algo que no hacía desde hace años—. Su mesa se llenó de pinceles, manchas de color y tazas medio vacías de café.
Decía que pintar era su forma de “sacar lo podrido”.
Yo le creí.
Y aunque su arte parecía nacido de la tristeza, había algo hermoso en verlo reencontrarse consigo mismo.

—Mira esto —me dijo un día, mostrándome un cuadro.
Era una figura abstracta, caótica y brillante a la vez.
—¿Qué es?
—Nosotros —dijo con una sonrisa—. O algo así.
—¿Y ese punto amarillo en medio?
—La esperanza.

Me quedé callada. Porque aunque sonara cursi, tenía razón.

Una noche de sábado, después de unas cervezas baratas, Leo se sinceró.
—Sabes, a veces pienso que me equivoqué contigo.
—¿Qué? —me atraganté.
—No así —se apresuró a decir—. No es que esté enamorado ni nada. Bueno, tal vez un poquito lo estuve, pero ya no.
—Leo…
—Déjame terminar. —Respiró hondo—. A veces pienso que si no hubiéramos sido tan buenos amigos, tal vez habríamos sido algo más.
—Y habríamos terminado odiándonos —dije con suavidad.
—Sí, probablemente. —Sonrió—. Pero igual me alegra que seas tú la persona que me acompaña en medio de este desastre.
—Siempre lo haré.




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