Traduciendo lágrimas
El silencio se volvió rutina.
No el silencio cómodo de quien está en paz, sino el que te acompaña cuando ya no sabes cómo volver a hablar sin que duela.
Desde que renuncié, mis días se parecían demasiado unos a otros: café frío, correos sin respuesta y un gato que parecía comprenderlo todo mejor que yo.
Había vuelto a traducir textos pequeños en línea, instrucciones de manuales y correos comerciales. Nada glamuroso, pero al menos llenaba las horas… y el vacío.
Leo fue quien me sacó del pozo.
—Andi, no puedes pasarte la vida castigándote —me dijo, mientras comíamos pizza en el suelo del apartamento—. Le mentiste, sí, pero también aprendiste.
—Aprendí a arruinar cosas —contesté, sin mirarlo.
—No, aprendiste a ser valiente —insistió—. A arriesgarte, aunque no supieras cómo iba a terminar. Eso también cuenta.
Lo miré. Tenía los ojos rojos, cansados.
Él también estaba peleando sus propias batallas desde que lo despidieron.
Y aun así, ahí estaba, intentando levantarme a mí cuando ni siquiera podía levantarse del todo él mismo.
—¿Cómo puedes seguir tan optimista? —pregunté.
—Porque si no lo soy, me hundo —respondió, sonriendo débilmente—. Y tú sabes nadar mejor que yo, así que te necesito arriba.
Reí, por primera vez en días.
Esa noche abrí el documento del libro de Lorenzo.
No porque quisiera, sino porque no podía evitarlo.
Las palabras me dolían, pero también me sanaban.
Cada frase traducida era una punzada en el pecho, pero también un recordatorio de lo que había aprendido.
No todo lo roto está perdido, escribí al margen de una página.
Era una frase para mí, no para el libro.
Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, Lorenzo no dormía.
Tenía el borrador final sobre la mesa, pero no lograba concentrarse.
Leía una línea y pensaba en ella.
En su risa.
En la forma en que se mordía el labio cuando algo le salía mal.
En lo mucho que le molestaba el ruido del teclado, pero lo soportaba igual.
Se decía a sí mismo que estaba enojado, que lo que sentía era decepción.
Pero la decepción no dolía en el pecho.
El orgullo, sí.
Abrió su correo. Tenía el mensaje de la editorial italiana esperándolo, con el contrato y el pasaje de regreso a Roma.
No lo había firmado todavía.
Porque irse significaba cerrar todo.
Y, aunque no lo admitiera, todavía esperaba algo que lo hiciera quedarse.
Pasaron dos semanas.
Una tarde, alguien llamó a mi puerta.
Era Lorenzo.
No me sorprendió verlo.
Tal vez porque lo había imaginado tantas veces, que cuando ocurrió, mi mente simplemente lo aceptó como algo inevitable.
—Necesitaba devolverle esto —dijo, tendiéndome un libro.
Era una copia impresa del manuscrito, lleno de mis notas, mis correcciones, mis tachones.
Mi huella en su historia.
Lo tomé con cuidado, como si pesara demasiado.
—Gracias —dije.
—Leí todas sus notas —agregó—. Son brillantes.
—No lo suficiente.
—Más de lo que cree.
Nos quedamos en silencio unos segundos.
Yo quería decir tantas cosas.
Pero ninguna salía.
—No vine a reprocharle nada —continuó él, bajando la mirada—. Solo quería agradecerle.
—¿Por qué?
—Porque gracias a usted volví a escribir con emoción. Y porque, aunque dolió, necesitaba esa sacudida.
Me reí con tristeza.
—Yo no quería herirlo.
—Y yo no quería perderla —respondió, tan bajito que casi no lo escuché.
El corazón me dio un salto, pero no respondí.
No podía.
Demasiado había pasado entre nosotros como para fingir que nada había cambiado.
—Me iré a Italia la próxima semana —dijo—.
—Lo sé.
—Solo… quería que lo supiera por mí.
Asentí.
Él me miró por última vez, con esos ojos que decían todo lo que las palabras no podían traducir.
Y se fue.
Esa noche lloré en silencio.
No de rabia, ni de tristeza profunda.
Era un llanto suave, liberador.
Como si por fin entendiera que algunas personas llegan para enseñarte, no para quedarse.
Leo me encontró al día siguiente, con los ojos hinchados y una taza de café en la mano.
—¿Lloraste? —preguntó, sonriendo con ternura.
—Traducía emociones —respondí.
—¿Y qué idioma hablaban?
—El del adiós.
Semanas después, recibí un correo.
De Lorenzo.
Solo decía:
“Gracias por traducir más que palabras.
—L.”
Sonreí.
Cerré el ordenador.
Y, por primera vez, sentí que podía empezar de nuevo.