La traducción del amor

Capitulo 17

– Manual de corazones confundidos

Si existiera un manual para corazones confundidos, el mío estaría lleno de tachones, pos-its y migas de pan entre las páginas.
Y probablemente en la primera hoja diría:
“No leas esto si acabas de arruinar tu trabajo, tu casi relación y tu autoestima.”

Pasaron tres semanas desde que Lorenzo se fue y todavía no me acostumbraba al eco de su ausencia.
Era como cuando apagas una canción que te gustaba y sigues escuchándola en la cabeza, aunque ya no suene.
Solo que en mi caso, la melodía tenía acento italiano.

Las mañanas eran iguales: café instantáneo, pan tostado y un gato que creía ser mi supervisor emocional.
Leo salía temprano a sus entrevistas de trabajo, con el mismo entusiasmo que alguien va al dentista.
Yo, en cambio, trataba de fingir que todo estaba bajo control.

Abrí mi portátil, respiré hondo y revisé los correos.
La bandeja de entrada era un cementerio de rechazos educados:
"Gracias por su interés, pero en este momento hemos decidido continuar con otros candidatos."
Ya podía recitar esa frase de memoria.

Mientras tanto, mi cuenta bancaria daba miedo.
Literalmente.
Si la abrías, podías escuchar un susurro que decía: “¿Y tú creías que estudiar enfermería era difícil?”

Fue Leo quien, sin querer, me dio una idea.

—Andi, tú hablas bien español.
—¿Y? —le respondí, sin levantar la vista.
—Podrías dar clases online. Hay gente que paga por aprender.
—¿Gente? ¿De verdad existe esa clase de optimismo o lo venden en cápsulas?
—Te lo digo en serio. Hay páginas que te conectan con estudiantes extranjeros. Tú enseñas, ellos pagan. Boom.
—¿Boom?
—Boom dinero, boom autoestima, boom vuelta al juego.

Lo miré.
Tenía sentido.
Y lo peor es que me asustaba que tuviera sentido.

Esa tarde abrí una cuenta en una plataforma de enseñanza en línea.
Subí una foto en la que parecía casi profesional —sin ojeras, sin gato y sin taza de café en la mano— y escribí una breve descripción:

“Hola, soy Andrea, latina viviendo en Estados Unidos. Enseño español con humor, paciencia y mucho café.”

En menos de una hora recibí mi primer mensaje:

“Hi Andrea, I want to learn Spanish to flirt better with my girlfriend’s mom.”

Supe entonces que este nuevo empleo sería una montaña rusa.

Las primeras clases fueron un desastre divertido.
Uno de mis alumnos pensó que “calor” significaba “color” y terminó diciendo que la playa tenía un bonito calor rosa.
Otro confundió “te amo” con “te llamo”, y dejó a su novia pensando que estaba cortando la relación cada vez que quería decirle algo dulce.

Yo reía, corregía, y al final del día, cuando cerraba la laptop, sentía que algo dentro de mí volvía a moverse.
No era felicidad completa, pero sí un comienzo.
Como si estuviera reconstruyendo mi vida palabra por palabra, desde el abecedario emocional.

Una noche, mientras preparaba material para mis clases, vi algo que me detuvo el corazón.
Un mensaje.
De Lorenzo.

No uno, varios.

El primero, de hace una semana:

“Espero que estés bien. Terminé el libro. No habría sido posible sin ti.”

El segundo:

“Saldrá publicado en Italia el próximo mes. Me encantaría enviarte una copia.”

El tercero, más reciente:

“¿Podemos hablar? Solo eso. Hablar.”

No los había visto porque, sinceramente, no quería verlos.
Pero ahí estaban, esperándome.
Y yo, otra vez, sin saber qué hacer con mis manos, ni con mi corazón.

No respondí.

Los días pasaron entre risas virtuales con mis alumnos, tardes ayudando a Leo con su currículum, y noches largas en las que el silencio pesaba más de la cuenta.

Leo consiguió un trabajo nuevo, en una cafetería. Volvía cansado, pero más vivo.
Yo lo observaba y pensaba que, de alguna forma, ambos estábamos encontrando pedacitos de luz en medio del desastre.

—¿Y Lorenzo? —me preguntó una noche, mientras cenábamos sopa instantánea.
—¿Qué pasa con él? —intenté sonar indiferente.
—Vamos, Andi. Lo conozco por las veces que lo insultaste por el celular y las que suspiraste después.
—No suspiré.
—Claro, y yo no me comí la pizza entera ayer.
—No quiero hablar de eso.
—¿Por qué no?
—Porque si hablo, vuelvo a sentir. Y si vuelvo a sentir, me rompo otra vez.

Leo bajó la mirada, y por un momento, el ruido del microondas fue la única respuesta.

Una semana después, mi mamá me escribió desde República Dominicana.
Su mensaje era sencillo, pero lleno de amor:

“Hija, te extraño. No importa dónde estés ni con quién, recuerda que no tienes que demostrar nada. Ya eres suficiente.”

Lloré.
No como antes, sino con alivio.
Lloré por todas las veces que intenté probarme a mí misma, por todas las que fallé y seguí de pie.
Y, sobre todo, porque por primera vez en mucho tiempo, sentí orgullo de mí.

Decidí que era momento de ordenar mi vida.
Limpié el apartamento, regalé ropa que ya no usaba, y pegué en la pared un papel con una lista de propósitos:

  1. Dormir más de seis horas.
  2. No revisar correos a las 3 a.m.
  3. No huir de mis emociones.
  4. Aprender a cocinar sin incendiar la cocina.
  5. Y, tal vez… responder el mensaje de Lorenzo.

Esa última línea la escribí con lápiz, por si me arrepentía.
Y sí, lo hice. Varias veces.
La borraba, la volvía a escribir.
Era mi propio campo de batalla emocional.

Un jueves por la tarde, después de terminar una clase con una alumna italiana que pronunciaba queso como keso, volví a abrir mi bandeja de entrada.
Había otro mensaje.

“Sé que no tengo derecho a pedirte nada, Andrea.
Pero hay una feria del libro en Nueva York la próxima semana.
El libro se presentará allí, y… me gustaría que vinieras.
No como traductora.
Como tú.”




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.