El regreso del italiano
Hay cosas que uno nunca espera volver a ver:
El ex con novia nueva, la factura del gas, y al italiano que te rompió el corazón con una sola mirada.
Pero ahí estaba.
Lorenzo.
En mi cafetería.
Con ese aire de novela en blanco y negro, camisa arremangada, barba recién recortada y el mismo brillo de melancolía en los ojos.
Y yo, con un delantal lleno de harina, una cola mal hecha y una taza temblando en la mano.
El universo tiene un humor muy cruel.
Habían pasado casi dos meses desde nuestro último mensaje.
Dos meses desde aquel “Nos vemos en Nueva York” que nunca se concretó, porque al final, no tuve el valor de ir.
La feria del libro fue un éxito, según internet.
Él posó, firmó, habló… y yo lo vi todo desde mi cama, con el corazón dividido entre orgullo y dolor.
Nunca le respondí después de eso.
Hasta hoy.
O mejor dicho, él me respondió viniendo hasta aquí.
La cafetería donde trabajaba era pequeña, acogedora y con más personalidad que el WiFi del lugar.
Tenía mesas de madera, una pared llena de frases cursis y una máquina de espresso que parecía haber sobrevivido tres guerras.
Yo estaba detrás del mostrador, limpiando tazas, cuando escuché su voz.
—Un cappuccino, por favor.
Al principio, pensé que mi cerebro me estaba jugando una mala pasada.
Esa voz grave, pausada, ligeramente ronca… era inconfundible.
Levanté la vista.
Y lo vi.
De pie frente a mí, con una media sonrisa y los ojos puestos directamente en los míos.
—Lorenzo —susurré, más como un reflejo que como saludo.
—Andrea —respondió él, despacio, como si mi nombre fuera un idioma que había estado esperando volver a pronunciar.
Durante unos segundos, el mundo se quedó en silencio.
Ni la cafetera, ni los murmullos del local, ni la música de fondo parecían existir.
Solo nosotros dos, con una historia no resuelta flotando entre las tazas de café.
Tragué saliva, intentando recuperar la compostura profesional.
—¿Cappuccino doble o sencillo? —pregunté, fingiendo normalidad.
—Sencillo —dijo él, y luego, con un atisbo de humor—: pero fuerte. Como usted.
No pude evitar una sonrisa, por más que lo intenté.
Preparé el café sin mirarlo mucho. Cada movimiento me temblaba un poco.
El sonido del vapor, el aroma del grano recién molido… todo se mezclaba con la avalancha de recuerdos: nuestras videollamadas, sus correcciones de pronunciación, las risas, las discusiones, y aquel silencio largo que dejó su partida.
Cuando serví la taza, nuestras manos se rozaron apenas.
Una corriente invisible me recorrió el cuerpo.
—Gracias —murmuró.
—De nada. —Me aclaré la garganta—. ¿Qué haces aquí?
Él tomó la taza, la giró entre sus dedos y me miró con calma.
—Vine a verte.
Mi cerebro se desconectó tres segundos completos.
—¿A mí?
—A usted.
—¿Y eso?
—Porque tenía que hacerlo.
Su tono no era romántico, pero tampoco distante.
Era… honesto.
De esos que duelen porque suenan demasiado reales.
Me crucé de brazos, intentando mantenerme firme.
—Han pasado meses, Lorenzo.
—Lo sé.
—¿Y decides aparecer así, en mi trabajo, como si nada?
—No como si nada. Justamente porque no era nada.
Lo miré fijamente.
Su mirada era tan intensa que me costaba respirar.
Y aún así, no aparté la vista.
—¿Qué quieres? —pregunté al fin.
Él apoyó la taza en el mostrador, con suavidad.
—Hablar.
—Podías escribir.
—Ya lo hice. Y no respondió.
—Quizás porque no tenía nada que decir.
—O porque tenía demasiado.
Cerré los ojos un segundo. Me dolía lo fácil que era volver a caer en ese tono de conversación con él.
Demasiado fácil.
Cuando la clienta siguiente entró, aproveché para salir del mostrador y respirar.
Me quité el delantal y caminé hacia la pequeña terraza.
Lorenzo, por supuesto, me siguió.
Nos sentamos en una mesa junto a la ventana, el sol colándose entre las cortinas de lino.
—¿Sigue siendo tan impulsivo como siempre? —pregunté, intentando sonar ligera.
—Solo cuando vale la pena —dijo él.
—¿Y venir aquí valía la pena?
—Ya lo sabré, dependiendo de lo que me diga.
Me reí, sin humor.
—Sigue igual.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Depende de quién lo mire.
Nos quedamos callados unos segundos.
Él fue el primero en hablar.
—Andrea, sé que lo manejé mal.
—Sí.
—No voy a justificarme.
—Bien.
—Pero necesito que me escuche.
—¿Para qué? ¿Para decirme que te ofrecieron volver a Italia? Ya lo sé, lo vi en las noticias.
—No vine por eso. Vine porque me di cuenta de que dejé algo sin terminar.
Mi corazón dio un salto.
—¿Qué cosa? —pregunté con voz baja.
—Nosotros. Y el libro.
La palabra nosotros flotó en el aire como una bomba silenciosa.
—El libro ya lo terminaste.
—No como quería.
—¿Y qué te falta? ¿Una nota al pie de mi desastre?
—Me falta tu voz.
Lo miré, confundida.
—Tu forma de entender mis palabras, tus notas al margen, tus dudas, tus correcciones.
—Eras mi jefe, Lorenzo, no mi poeta maldito.
—Y aun así, lograste entender mis frases mejor que yo.
Suspiré.
Quise enojarme, pero no pude.
Esa forma suya de hablar, mezcla de sinceridad y nostalgia, siempre lograba desarmarme.
—Yo no sé si quiero volver a trabajar contigo —dije al fin.
—No te estoy pidiendo que quieras. Solo que lo pienses.
Una pareja entró riendo, rompiendo el momento.
El barista me hizo una seña desde el mostrador, pero Leo (que ahora trabajaba conmigo) se adelantó a atenderlos.
Me guiñó un ojo con una sonrisa cómplice.
“Tú puedes, Andre”, parecía decir su mirada.
Respiré hondo.
—¿Por qué ahora, Lorenzo? —pregunté—. ¿Por qué venir después de tanto tiempo?