Versiones de un mismo idioma
Nunca pensé que volver a sentarme frente a Lorenzo sería tan fácil y tan incómodo al mismo tiempo.
Fácil, porque el silencio entre nosotros ya no dolía; incómodo, porque todavía no sabía si él me había perdonado del todo… o si yo lo había perdonado a mí misma.
Era lunes, y el olor a café recién hecho llenaba el pequeño estudio. Él había llegado primero, como siempre, puntual, con esa elegancia natural que ni el cansancio podía despeinar. Tenía una camisa azul arremangada y el cabello algo desordenado, lo justo para parecer distraídamente encantador.
Yo, en cambio, llegué con una carpeta en la mano, los nervios en el estómago y una chaqueta que había comprado en oferta. Parecía una cita, pero no lo era.
No podía serlo.
—Buenos días, Andrea —dijo con una sonrisa leve, esa que no muestra los dientes, pero derrite igual.
—Buongiorno —respondí, intentando sonar más italiana que Google Translate.
Él soltó una risita.
—Veo que no has perdido la costumbre de saludar con acento de película.
—Y tú no has perdido la costumbre de burlarte.
—Solo de lo que me parece adorable —contestó, mirándome un segundo más de lo prudente.
Me senté frente a él, dispuesta a fingir que esa frase no había hecho que mi corazón saltara como una palomita de maíz. Saqué mi laptop, respiré hondo y abrí el documento.
El silencio se instaló entre nosotros, pero no era pesado. Era… distinto. Cómodo.
—Antes de empezar —dijo él, girando su taza de café entre los dedos—, quiero agradecerte por aceptar volver.
—No lo hice por ti —mentí con la elegancia de una niña atrapada con la mano en el frasco de galletas.
—Lo sé. Lo hiciste por el libro.
—Exacto.
—Y quizás un poco por mí —añadió con esa media sonrisa arrogante que tanto detestaba y tanto extrañaba.
Rodé los ojos, pero no respondí. Él sabía perfectamente que tenía razón.
Nos pusimos a trabajar. Las primeras horas transcurrieron tranquilas, como si hubiéramos encontrado un nuevo ritmo. Yo traducía una parte, él la revisaba, hacíamos comentarios, y por primera vez me sentía su igual. Ya no había un muro entre “el autor y su traductora”. Solo dos personas intentando darle sentido al mismo texto.
—“El amor no se traduce, se interpreta” —leí en voz alta uno de sus párrafos, deteniéndome—.
—¿Eso lo escribiste tú o lo dijo tu abuela en alguna sobremesa italiana?
—Mi abuela decía cosas más sabias, como que “si un hombre no cocina, no ama de verdad”.
—Entonces tu abuela era una genia.
Él rió, y ese sonido me devolvió algo que no sabía que había perdido.
Rieron mis hombros, mis manos, hasta mis errores.
Después de comer, decidimos tomarnos un descanso. Me recosté en el sofá mientras él preparaba té en la pequeña cocina del estudio.
Desde ahí, lo observé en silencio.
Su forma de moverse era diferente ahora: menos rígida, menos distante. Tal vez porque ya no tenía que demostrar nada. Ni yo tampoco.
—¿Sabes? —dije, rompiendo el silencio—. Cuando empecé a traducir tu libro, no entendía la mitad de lo que decías.
—Eso explica muchas cosas.
—No, hablo en serio. Tus palabras me parecían tan… lejanas. Como si escribieras desde un lugar donde yo no podía entrar.
—Y ahora sí puedes.
—Ahora… las entiendo.
Él me miró, apoyado en el marco de la puerta, con la taza en la mano.
—Tal vez no cambió el idioma, Andrea. Tal vez cambiaste tú.
Esa frase me atravesó como una nota bien afinada. No era un cumplido, era una constatación.
Me di cuenta de que tenía razón. Había llegado a Estados Unidos llena de miedo, fingiendo entender idiomas que ni siquiera eran míos. Ahora podía sostener una conversación sin temblar, podía decir “no” sin disculparme, y “sí” sin miedo a equivocarme.
Volvimos al trabajo, pero el ambiente era distinto. Había una ligereza que antes no existía, una complicidad que no necesitaba explicaciones.
Y entonces, sin querer, cometí otro de mis clásicos accidentes.
—Andrea —dijo Lorenzo de repente—, ¿por qué traduciste “stare bene” como “estar gordito pero feliz”?
—¡Porque eso fue lo que entendí!
—Era “estar bien”, no “estar gordito”.
—Bueno, la felicidad engorda, ¿no?
Él estalló en carcajadas, y yo también. El sonido de nuestras risas rebotó por toda la habitación, borrando las últimas sombras del pasado.
Esa tarde, cuando terminamos, él cerró el portátil y dijo algo que me desarmó:
—Sabes, extraño cuando todo era un desastre.
—¿Perdón?
—Cuando no sabías nada de italiano, cuando te asustabas de cada palabra que decía, cuando me mirabas como si fuera a morderte.
—Y ahora qué, ¿extrañas torturarme?
—No. Extraño que cada día contigo era impredecible. Ahora eres profesional, eficiente… y eso me asusta más.
Me quedé callada. No porque no supiera qué responder, sino porque entendí lo que realmente estaba diciendo: que también él había cambiado. Que habíamos crecido juntos, a nuestra manera.
—Entonces será cuestión de reinventarnos —le dije.
—¿Reinventarnos?
—Sí. Crear una nueva versión de nosotros.
—¿Versión dos punto cero?
—Exacto.
—¿Con menos errores gramaticales?
—Prometo intentarlo.
Sonrió, y esa sonrisa fue suficiente para cerrar el día.
Cuando salí del estudio, el aire estaba frío y el cielo comenzaba a oscurecer. Caminé despacio, pensando en todo lo que habíamos vivido.
El orgullo, los malentendidos, las risas, las disculpas. Todo eso había sido necesario para llegar hasta ese punto.
Y aunque no lo dijera en voz alta, sabía que lo que compartíamos ya no era solo un trabajo. Era un idioma propio.
Uno que no estaba en ningún diccionario.
Esa noche, antes de dormir, abrí mi cuaderno de notas y escribí una frase, la primera que me había salido sin corregir tres veces:
“A veces, la mejor traducción del amor no está en las palabras, sino en aprender a escuchar el silencio de quien ya te entiende.”