– La llamada desde Roma
Hay llamadas que llegan con una sonrisa… y otras que llegan con un nudo en el pecho.
Esa llegó un martes, justo cuando el cielo estaba gris y yo pensaba que nada especial iba a pasar.
Lorenzo estaba sentado frente a mí, revisando los últimos párrafos de la traducción. Tenía el ceño ligeramente fruncido y los lentes resbalándole por la punta de la nariz. Yo lo observaba de reojo mientras fingía concentrarme en mis notas.
Era una escena normal, una de tantas.
Hasta que su celular vibró.
—Es de Roma —murmuró, mirando la pantalla.
El aire cambió. No sé por qué, pero lo sentí. Como si esa palabra —Roma— hubiera abierto una grieta invisible entre nosotros.
Respondió en italiano, su voz firme, serena, profesional.
Yo no entendía todo, pero capté palabras sueltas: pubblicazione, traduzione, ritorno, firma.
Cuando colgó, guardó silencio. No me miró enseguida. Se pasó una mano por el cabello y soltó un suspiro que pesaba más de lo que decía.
—¿Todo bien? —pregunté, intentando sonar casual.
—Sí. Bueno… sí y no.
Se quitó los lentes, los dejó sobre la mesa y me miró por fin.
—La editorial ha aprobado la traducción completa.
—¿En serio? —sentí que una sonrisa me brotaba sin permiso—. ¡Eso es increíble!
—Sí, y quieren publicarla el próximo mes. Pero... —bajó la mirada— también quieren que regrese a Italia para el lanzamiento.
Mi sonrisa se congeló.
No porque no fuera una buena noticia. Lo era.
Solo que… también significaba el final.
—Eso es… genial —dije, y mi voz sonó más baja de lo que esperaba—. Te lo mereces, Lorenzo.
—No habría sido posible sin ti.
Esa frase, tan simple, se me quedó pegada al alma.
Yo, que había empezado siendo “la traductora inexperta que apenas entendía el idioma”, ahora era parte de su logro.
Pero en vez de sentirme triunfante, sentí algo parecido a una despedida anticipada.
Nos quedamos en silencio. Él jugueteaba con su taza vacía; yo, con mi bolígrafo. Cada uno intentando encontrar una palabra que no doliera.
Al final, fue él quien habló.
—Viajo en dos días.
—Tan pronto.
—Sí. Hay reuniones, presentaciones, entrevistas… y bueno, ya sabes cómo son las editoriales italianas. Les gusta hacer ruido.
—Y a ti no te gusta el ruido.
—Por eso te voy a extrañar —dijo, sin levantar la vista.
Mi respiración se detuvo un segundo.
Podría haber respondido mil cosas, pero ninguna me pareció segura.
Así que solo asentí.
Y seguimos trabajando como si nada.
Las horas siguientes fueron extrañas. Todo parecía igual, pero nada lo era.
Cada palabra que traducía sonaba a despedida.
Cada silencio pesaba más.
Y cada mirada robada se sentía como una promesa que ninguno de los dos se atrevía a pronunciar.
A la hora del almuerzo, salimos juntos por última vez. Caminamos hasta la cafetería de la esquina, la misma donde habíamos compartido tantas risas y errores de pronunciación.
Él pidió café. Yo, un chocolate caliente.
Nos sentamos en la mesa del fondo, cerca de la ventana. La lluvia comenzaba a caer suave, casi con delicadeza.
—¿Vas a quedarte mucho tiempo allá? —pregunté.
—Depende. Un par de meses, quizás más.
—Roma te extraña.
—No tanto como yo la extraño a ella —respondió, mirando hacia la calle mojada.
Lo observé de perfil. Había una mezcla de melancolía y alivio en su expresión. Como quien por fin vuelve a casa, pero deja algo importante atrás.
—¿Y tú? —preguntó de repente—. ¿Qué harás ahora?
—Seguiré trabajando. Tal vez busque otros proyectos, o… no sé. Enseñar español me está yendo bien.
—Te imagino como profesora —dijo, sonriendo—. Paciente, dulce, con esa forma de explicar las cosas como si todo tuviera remedio.
—Y tú como escritor italiano que corrige hasta las comas.
—Eso no va a cambiar.
Nos reímos. Pero fue una risa triste. De esas que saben a último intento de evitar lo inevitable.
De regreso al estudio, terminamos los últimos ajustes.
A las cinco, el trabajo estaba oficialmente cerrado.
El libro, completo. La traducción, lista. Nuestra historia laboral, finalizada.
Cerré el portátil despacio, como si con eso pudiera retrasar el final.
Lorenzo se levantó y guardó sus cosas en silencio.
—Entonces… supongo que esto es todo —dije, forzando una sonrisa.
—Supongo que sí.
Hubo una pausa. Una de esas largas, densas, en las que el corazón parece decidir si hablar o no.
—Andrea… —empezó, con voz suave—. No sé cómo agradecerte.
—Ya lo hiciste, con tu confianza.
—No, no es eso. —Se acercó un paso—. Cuando llegué aquí, no creía en nada. Ni en mí, ni en la gente. Tú cambiaste eso.
No supe qué decir. Mis ojos empezaron a arder, y odié que me pasara justo en ese momento.
—No me hagas llorar, que después me vas a culpar de arruinarte otra escena.
—Esta vez, prometo no corregir nada.
Reí entre lágrimas.
Y antes de que pudiera decir algo más, él me abrazó.
Fue un abrazo lento, silencioso, lleno de cosas que nunca dijimos.
No hubo palabras, ni promesas, ni “te voy a escribir”.
Solo un latido compartido, un cierre perfecto para algo que nunca supimos nombrar.
Me quedé inmóvil, con el rostro contra su hombro, respirando su perfume.
Ese olor a café, papel y lluvia que ya era parte de mi rutina.
Él me sostuvo con suavidad, como si temiera romper algo frágil.
—Gracias —susurró contra mi cabello.
—Por favor, no digas adiós —respondí sin pensarlo.
—Entonces diré arrivederci.
—Eso suena igual de triste.
—No, significa “hasta que nos volvamos a ver”.
Cerré los ojos.
Quise creerle.
Dos días después, fui al aeropuerto.
No para despedirme —eso ya lo habíamos hecho—, sino para mirar desde lejos.
Lo vi entre la gente, con su maleta y su abrigo gris.
Se giró un instante, como si presintiera algo.
Yo me escondí detrás de una columna, cobarde hasta el final.