– Sobrevivir al silencio
Nunca pensé que el silencio pudiera tener tantos matices.
Antes, me asustaba. Era ese espacio incómodo entre una palabra y otra, entre un mensaje que no llega y una despedida que no supe dar.
Era un recordatorio cruel de todo lo que se fue, de todo lo que no supe decir.
Pero ahora… ahora el silencio se siente diferente.
Los días sin Lorenzo no son tan vacíos como imaginé.
A veces su voz se cuela en mi mente sin aviso, sobre todo cuando leo una frase en italiano o cuando escucho música de fondo en la cafetería y, sin saber por qué, alguna canción suena a despedida.
Pero ya no me duele tanto recordarlo.
Es extraño decirlo, pero siento que he cambiado.
Antes vivía esperando algo —una señal, un mensaje, una promesa—.
Ahora vivo aquí, en el presente, en lo cotidiano.
Y resulta que el presente también puede ser hermoso.
Las mañanas siguen igual que siempre: el café burbujeando en la máquina, las cucharas tintineando, el gato —Pesto, el rey absoluto del apartamento— saltando sobre el mostrador como si me estuviera supervisando.
Pero hay algo distinto en mí.
Ya no me levanto solo porque toca, sino porque quiero.
Quiero ver qué puede traer el día, aunque sea algo pequeño.
Un cliente amable, una conversación tonta, una tarde sin prisa.
La cafetería donde trabajo temporalmente es pequeña, pero acogedora.
Huele a canela, a esperanza y a café recién hecho.
Las mesas son de madera, el piso cruje, y las luces amarillas hacen que todo parezca más cálido, incluso en los días grises.
Los clientes ya me conocen.
Hay una señora que siempre pide un cappuccino con doble espuma y me cuenta sus problemas con el exmarido como si estuviéramos en una sesión de terapia.
Un estudiante que llega cada mañana con ojeras y una libreta llena de dibujos.
Un hombre mayor que siempre deja propina exacta, ni un centavo más, ni uno menos.
Y yo los escucho a todos, sin juzgar.
Porque sé lo que se siente tener el corazón hecho un nudo y fingir que todo está bien.
A veces, cuando el turno termina y las luces se apagan, me quedo un rato sentada mirando las tazas vacías.
No pienso en nada concreto. Solo dejo que el silencio me envuelva.
Antes, ese silencio me asfixiaba.
Ahora me abraza.
Pienso en cómo todo puede cambiar tan rápido.
En cómo alguien puede llegar, volverte la vida al revés, enseñarte un idioma que no sabías que necesitabas —no solo el italiano, sino el de la confianza—, y luego irse dejando algo que no se puede borrar.
Pero esta vez no me rompo.
No necesito hacerlo.
Leo también está mejor.
Después del desastre con su ex y aquel despido, creí que se quedaría hundido en su miseria emocional. Pero no.
Lo arrastré —literalmente— a caminar conmigo cada mañana, y ahora es él quien me arrastra a mí.
Dice que caminar despeja la mente, aunque sé que lo hace por Pesto, que nos sigue como un perro fiel cada vez que salimos.
Encontró trabajo en una galería de arte.
Y no cualquier galería: una de esas con paredes blancas, silencio elegante y gente que finge entender pinturas abstractas.
Lo mejor es que le está yendo bien. Le brillan los ojos cuando me cuenta lo que hace, y ese brillo me da una paz enorme.
La verdad es que Leo y yo nos convertimos en algo así como un equipo de supervivencia emocional.
Cuando uno se derrumba, el otro prepara café.
Cuando uno duda, el otro dice “vas bien, no te rindas”.
A veces pienso que nuestra amistad es lo más constante que he tenido en años.
Y sí, Pesto sigue vivo.
Come más que yo, duerme donde quiere y tiene la manía de tumbar mis marcadores cuando intento concentrarme.
A veces se sienta frente a la ventana, mirando las luces de la ciudad como si entendiera todo lo que pasa allá afuera.
Y, en cierto modo, su presencia llena la casa de algo que no había sentido en mucho tiempo: calma.
Una tarde de lluvia, cerré la cafetería antes de lo habitual.
El cielo tenía ese tono azul grisáceo que solo aparece cuando está a punto de oscurecer.
Caminé por las calles mojadas con un paraguas transparente, los zapatos empapados y el corazón sorprendentemente liviano.
En el pasado, habría aprovechado ese momento para mandarle un mensaje a Lorenzo.
Algo como “mira qué bonito el cielo” o “acabo de pensar en una frase que te gustaría”.
Pero no lo hice.
Solo caminé.
Solo respiré.
Y, por primera vez, eso fue suficiente.
Cuando llegué al apartamento, el olor a café y humedad se mezclaba con el sonido de la lluvia golpeando las ventanas.
Encendí la laptop. No tenía planeado trabajar ni traducir.
Solo… escribir.
No una historia, ni una traducción.
Algo mío. Algo que saliera sin filtro, sin revisión, sin miedo a los errores.
Título: Traducciones del alma.
Subtítulo: “Algunas palabras no necesitan diccionario.”
Me quedé mirando esa frase durante varios minutos.
Era mía, y a la vez no lo era.
Era algo que había nacido de todo lo que viví con Lorenzo, pero también de lo que aprendí después de él.
Empecé a escribir sobre todo lo que había aprendido:
Los errores que me hicieron crecer.
Las risas que me salvaron.
Los silencios que me enseñaron a no depender de nadie más para sentirme viva.
Y sin darme cuenta, sonreía.
Leo apareció con dos tazas de chocolate caliente.
—Si sigues escribiendo así, te vas a volver famosa —dijo, apoyándose en la puerta.
—Si eso pasa, me compraré una cafetera nueva —le respondí.
—¿Y me invitarás a un café con tu dinero de escritora?
—Depende. ¿Vas a seguir criticando mis comas?
—Siempre.
Nos reímos.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el futuro no daba miedo.
Pasaron los días.
Y el silencio, ese viejo enemigo, se convirtió en mi compañero más fiel.