La traducción del amor

Capitulo 22

Un correo en italiano

Hay correos que llegan como una bofetada y otros que llegan como un abrazo que no esperabas.
El de hoy fue ambas cosas.

Lo vi apenas abrí la laptop, entre notificaciones de trabajo y promociones absurdas de descuentos que no puedo pagar.
El remitente me hizo fruncir el ceño: L. Bianchi.

Sentí una punzada en el pecho. No lo veía escrito desde hacía semanas. Desde aquella última noche en la cafetería. Desde el abrazo que dolía más que cualquier despedida.

Por un segundo, pensé en ignorarlo. Fingir que no lo había visto. Pero la curiosidad —esa traidora— me ganó. Hice clic.

“A veces no se necesitan las palabras correctas para entender lo que alguien intenta decir.
A veces basta con escuchar el silencio.”

Fragmento del libro – Capítulo 12: Una mujer que tradujo mi alma sin hablar mi idioma.

—L.

Eso era todo. No había saludo. No había “hola”, ni “¿cómo estás?”.
Solo ese párrafo.

Me quedé mirando la pantalla, inmóvil. El corazón me latía tan fuerte que podía escucharlo, como si el silencio del cuarto amplificara cada latido. Las palabras flotaban en mi mente como una melodía conocida, esa que no recuerdas dónde escuchaste, pero te toca justo donde duele.

“Una mujer que tradujo mi alma sin hablar mi idioma.”

Tragué saliva. No necesitaba ser un genio para entenderlo. No hacía falta que pusiera mi nombre. Lo supe desde la primera línea.
El libro. El maldito libro.
Había vuelto a escribir.
Y, de alguna forma, ahí estaba yo.

Apoyé los codos sobre la mesa, me cubrí el rostro con las manos y reí. Una risa suave, nerviosa, de esas que salen cuando no sabes si llorar o saltar.
No era una declaración.
No era una disculpa.
Era… algo más. Una forma de decirme que no me había olvidado, que de algún modo seguía pensando en mí.

Durante los siguientes minutos me quedé ahí, leyendo el párrafo una y otra vez.
Las palabras parecían simples, pero pesaban.
Había algo en cómo estaban escritas: esa ternura disimulada, esa manera suya de esconder sentimientos detrás de frases bien pensadas.
Era tan Lorenzo que me dolía y me hacía sonreír al mismo tiempo.

Leo entró en la cocina justo cuando yo estaba mirando la pantalla como una tonta.
Traía el cabello despeinado, un suéter viejo y una taza de café en la mano.

—¿Qué pasa? —preguntó, con ese tono entre curioso y burlón que usa siempre.
—Nada —mentí.
—¿Nada? —alzando una ceja—. Tienes cara de haber visto a un fantasma.
—O peor —dije suspirando—, a un italiano.

Leo se echó a reír.
—¿Te escribió?
—Sí… pero no realmente.
—¿Cómo que no realmente?
—No fue un correo como tal. Fue un fragmento del libro. Un párrafo.

Le conté lo que decía. Leo se quedó callado un momento, observándome con una mezcla de ternura y resignación. Luego asintió con esa media sonrisa suya que significa “te entiendo más de lo que crees”.
—Eso suena a Lorenzo, sí. Dramático, poético y cero directo.
—Exacto —dije riendo.

Por un momento, me sentí ligera.
Como si decir su nombre ya no me pesara tanto.
Como si el recuerdo, en lugar de doler, empezara a sanar.

—¿Y vas a responderle? —preguntó Leo.
—No lo sé —admití.

Porque, ¿qué se dice ante algo así?
¿“Gracias por recordarme”?
¿“Yo también traduje un pedazo de ti sin darme cuenta”?
Nada parecía suficiente.
Y, al mismo tiempo, no quería romper la magia del momento.

Esa noche no pude dormir.
El correo seguía abierto en la pantalla del teléfono, y cada vez que lo leía, encontraba algo nuevo entre las líneas.
No era solo lo que decía.
Era lo que no decía.
Las pausas, el silencio entre una frase y otra, lo que solo entiendes cuando conoces a alguien más allá de las palabras.

Me senté en la cama, encendí la lámpara y abrí una libreta vieja, una de esas donde antes tomaba notas de traducciones.
Esta vez no traduje nada.
Solo escribí.

“Traducir el alma de alguien no requiere saber su idioma.
Requiere escucharlo en silencio.”

Seguí escribiendo sin pensar, sin corregir. Las palabras salían solas, como si mi corazón estuviera dictando y mis manos solo obedecieran.
Escribí sobre los errores, las risas, las lecciones.
Sobre cómo a veces amar no significa quedarse, sino entender cuándo soltar.

Cuando terminé, me di cuenta de que sonreía.
No de nostalgia, sino de gratitud.

Al día siguiente, mientras servía cafés en la cafetería, el correo seguía rondándome en la cabeza.
Entre pedidos de capuchinos y panecillos, imaginaba a Lorenzo escribiendo esas líneas en su escritorio, tal vez de madrugada, tal vez con la mirada perdida en el vacío.
Pensé en cómo se habrá sentido al enviarlo.
¿Dudó? ¿Lo escribió de un tirón? ¿Pensó que no lo leería?

Una parte de mí quiso responderle.
Otra, más prudente, me pidió que esperara.
A veces, el silencio también es una respuesta.

Esa noche, Leo me encontró en el balcón con una copa de vino y el gato durmiendo a mis pies.
—¿Aún pensando en el correo? —preguntó.
—No exactamente.
—¿Entonces?
—En lo que significa —dije.

Leo se sentó a mi lado y no dijo nada.
El cielo estaba despejado, la ciudad tranquila. Por primera vez en meses, el silencio no pesaba.
Solo acompañaba.

Pasaron los días y no hubo otro mensaje.
Y, para mi sorpresa, no lo esperé.
Me sentí bien con lo que tenía: con ese párrafo, con lo que significaba.
Era como un punto final que no dolía.
Un cierre que no necesitaba más palabras.

Empecé a escribir más seguido. No traducciones, no tareas, sino pensamientos. Pequeños fragmentos que mezclaban lo que viví, lo que sentí, lo que aprendí.
Cada línea era una forma de entenderme mejor, de aceptar que el amor, a veces, también se traduce en distancia.




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