La traducción del amor

Capitulo 23

– La presentación

Nunca creí que volvería a verlo.
Ni en persona, ni tan cerca.
Pero ahí estaba, el nombre Lorenzo Bianchi en letras elegantes, impreso en un cartel enorme frente a la librería más concurrida del centro.
“Presentación oficial de Traducciones del alma – Edición internacional”.

Mi respiración se detuvo.
Sí, ese título.
El mismo que yo había escrito en mi libreta meses atrás, sin saber que se convertiría también en el nombre de su nuevo libro.

El corazón me dio un vuelco tan fuerte que tuve que apoyarme en el escaparate. Durante unos segundos, pensé en seguir caminando, fingir que no lo había visto, volver a casa y servirme un café para convencerme de que no significaba nada.
Pero no pude.

Algo dentro de mí —curiosidad, nostalgia, o simplemente cobardía disfrazada de valentía— me empujó a entrar.

La librería estaba llena.
Había cámaras, luces, micrófonos, y una fila de personas sosteniendo ejemplares del libro con una sonrisa nerviosa. El murmullo del público llenaba el aire con esa energía previa a los grandes momentos.

Yo me quedé al fondo, entre dos estanterías, intentando pasar desapercibida.
Llevaba un vestido sencillo, una bufanda que me cubría parte del rostro y el cabello suelto.
No quería ser vista.
Solo quería verlo.

Y entonces lo vi.

Subió al escenario con paso tranquilo, el mismo gesto sereno de siempre, como si el mundo girara a su ritmo. Llevaba traje oscuro, el cabello un poco más largo, y una mirada que parecía haber cambiado.
Más madura. Más cansada.
Pero seguía siendo él.

El público lo recibió con aplausos, y yo… con un nudo en la garganta.

Cuando tomó el micrófono, su voz llenó la sala.
—Gracias por estar aquí —dijo con su acento italiano que, por algún motivo, siempre me sonaba a refugio—. Este libro es especial para mí. Es, en muchos sentidos, una historia sobre los silencios… y las palabras que no sabemos traducir.

Una risa suave se escapó de algunos asistentes.
Yo solo bajé la mirada.

Cada frase suya me golpeaba de manera distinta.
Podía reconocer su estilo, pero también algo nuevo: una vulnerabilidad que antes escondía entre metáforas.

Mientras hablaba, miré a mi alrededor.
Nadie me prestaba atención.
Y, sin embargo, me sentía como si una luz invisible me señalara.
Como si en cualquier momento sus ojos fueran a encontrarse con los míos.

—A veces —continuó—, alguien llega a tu vida para enseñarte que el idioma no es solo un conjunto de palabras. Que también se habla con miradas, con gestos, con silencios compartidos.

Mi respiración se cortó.
No podía apartar la vista.
Lo conocía lo suficiente como para saber que esas frases no eran solo parte del discurso preparado.

Y entonces, pasó.

Él levantó la mirada.
Sus ojos recorrieron la sala, se detuvieron por un instante y… me encontró.

Fue solo un segundo.
Pero bastó.

No hubo sorpresa, ni confusión.
Solo una sonrisa.
Pequeña, contenida, pero tan sincera que sentí el corazón arder.

Bajé la vista de inmediato, fingiendo buscar algo en mi bolso, aunque sabía que ya era inútil.
Me había visto.
Y, por un instante, el ruido del público desapareció.

Solo estábamos él y yo.

La presentación continuó, pero no escuché casi nada.
Mi mente estaba enredada entre recuerdos: la primera vez que lo conocí, sus bromas sobre mi acento, las noches de trabajo compartido, las discusiones tontas y los silencios que hablaban demasiado.

Cuando terminó, la gente comenzó a aplaudir. Él agradeció, firmó algunos libros, posó para fotos.
Y yo seguía en el fondo, inmóvil, debatiéndome entre huir o quedarme.

Leo me habría dicho: “No huyas, cobarde. Al menos despídete bien.”
Así que respiré hondo y di un paso.
Y luego otro.

Me acerqué poco a poco, hasta quedar al final de la fila de firmas.
Cuando llegó mi turno, él estaba conversando con una lectora, riendo.
La misma risa de siempre.
Esa que una vez fue mi sonido favorito.

Cuando por fin me tocó, levantó la vista.
Y el tiempo, otra vez, se detuvo.

No dijo nada.
Yo tampoco.
Solo me extendió la mano, y sentí ese impulso casi eléctrico que creí olvidado.

—Pensé que no vendrías —murmuró.
—Yo también lo pensé —respondí.

Nos miramos.
Sus ojos estaban llenos de algo que no supe nombrar: nostalgia, cariño, culpa… o tal vez todo junto.

Tomó mi ejemplar del libro —sí, lo había comprado minutos antes, solo para no parecer una intrusa— y lo abrió en la primera página.
Empezó a escribir sin decir nada.

Cuando me lo devolvió, lo miré.

“A la mujer que me enseñó que el idioma del alma no necesita traducción.”
—L.

Sentí que el aire se volvía más denso.
Quise decir algo, cualquier cosa. Pero no me salieron las palabras.

—Felicitaciones —alcancé a susurrar.
—Gracias —respondió con una sonrisa que parecía contener un millón de cosas no dichas.
—El libro es hermoso.
—Aún no lo lees.
—Lo sé —dije—, pero ya lo siento.

Él rió suavemente.
—Sigues siendo igual.

—¿Y tú? —pregunté— ¿Sigues huyendo?

Su sonrisa se apagó un poco.
—Ya no —contestó después de un silencio—. Esta vez vine para quedarme… al menos un rato.

Asentí, sin atreverme a preguntar más.
Había tanto que quería decir, pero el momento era frágil, como si cualquier palabra equivocada pudiera romperlo.

Cuando me alejé, sentí las piernas temblar.
Me senté en una esquina de la librería y abrí el libro en la página donde había dejado la dedicatoria.
Sus palabras parecían brillar, como si fueran fuego.

A mi alrededor, la gente hablaba, reía, pedía fotos.
Yo solo observaba.
Y por primera vez entendí que, a veces, el amor no se trata de finales felices o promesas eternas.
A veces se trata de presencias silenciosas.




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