Han pasado tres semanas desde la presentación del libro de Lorenzo, y todavía no me acostumbro a ver su nombre en todos lados. Cada vez que paso frente a una librería, algo dentro de mí se encoge. No porque duela —no del todo—, sino porque me recuerda una parte de mí que aún respira, aunque debería estar dormida.
El libro está en todas partes. En los escaparates, en los cafés literarios, en los comentarios de los lectores en redes.
"Una obra que traduce emociones universales", dice una reseña.
"Una historia escrita desde el alma", comenta otra.
Yo sonrío cada vez que leo eso, aunque por dentro siento una punzada, una mezcla rara de orgullo y melancolía. Sé que ayudé a construir esas palabras, incluso si mi nombre no está en la portada. Fui parte del proceso, de su voz, de sus silencios.
Pero eso se queda en el pasado. O al menos, eso intento repetirme cada mañana.
La cafetería sigue oliendo a café recién molido y a pan tostado. Es mi refugio, mi pequeña rutina estable. Pesto duerme sobre la repisa como si fuera dueño del lugar, y Leo llega cada día con una nueva historia absurda de su trabajo en la galería.
—Hoy un cliente confundió una escultura con un perchero y colgó su abrigo —dice, riendo mientras se sirve café.
—Bueno, al menos encontró utilidad en el arte —respondo.
Nos reímos. A veces, ese tipo de conversaciones simples me mantienen a flote. No todo necesita ser profundo ni tener un significado oculto.
Leo me observa en silencio por un momento, con esa mirada que sé que usa cuando está a punto de decir algo importante.
—Te llegó el correo que te mencioné, ¿verdad? —pregunta finalmente.
—¿Cuál?
—El de la empresa de traducción. Están buscando traductores freelance para un proyecto de novelas contemporáneas.
Hago un gesto de duda.
—No sé, Leo… acabo de estabilizarme con este trabajo, y además…
—¿Además? —interrumpe, cruzando los brazos.
—No quiero volver a ese mundo. Todavía no.
Leo suspira.
—Andrea, no puedes seguir sirviendo capuchinos toda tu vida. No con ese talento que tienes.
Me quedo callada. Sé que tiene razón, pero una parte de mí todavía asocia las traducciones con Lorenzo, con aquella versión mía que se aferraba a su voz, a sus palabras.
—Solo piénsalo —dice finalmente, dándole un sorbo al café—. Podría ser el comienzo de algo nuevo.
Lo pienso todo el día. Mientras limpio las mesas, mientras escucho la lluvia golpear los ventanales, mientras Pesto me sigue reclamando atención con maullidos insistentes.
Traducción.
Una palabra tan simple y tan peligrosa al mismo tiempo.
Esa noche, en casa, enciendo la laptop.
El correo sigue ahí, en la bandeja de entrada. El asunto dice: “Convocatoria: Traductores literarios – Proyecto internacional.”
Leo me había reenviado el enlace con un mensaje corto: “Hazlo. Por ti.”
Suspiro. Abro el archivo con la prueba de traducción: tres páginas de una novela romántica escrita originalmente en inglés.
Leo no tenía idea del tipo de ironía que era eso.
Pero algo dentro de mí despierta.
Mis dedos se mueven solos sobre el teclado, buscando las palabras correctas, las que suenen naturales, las que respiren emoción. Me detengo a veces, no porque no sepa traducir, sino porque me quedo pensando en lo que esas palabras significan para mí.
"She smiled like someone who had lost everything, but still had the courage to begin again."
La leo tres veces antes de escribir:
"Sonrió como quien lo ha perdido todo, pero aún tiene el valor de volver a empezar."
Y ahí lo siento. Esa chispa. Esa conexión.
No con Lorenzo. No con el pasado. Conmigo misma.
Horas después, envío la prueba. Cierro la laptop y me quedo mirando el reflejo del monitor apagado.
Por primera vez en mucho tiempo, siento que di un paso hacia adelante.
Los días siguientes transcurren tranquilos, pero con una especie de ansiedad silenciosa flotando en el aire. Cada vez que suena una notificación en mi teléfono, mi corazón da un salto. Hasta que, finalmente, llega.
"Estimada Andrea Morales, hemos revisado su prueba de traducción y nos complace informarle que ha sido seleccionada para colaborar con nuestro equipo."
El correo termina con una invitación a una videollamada de presentación con el editor principal.
Leo da un pequeño grito cuando se lo cuento.
—¡Lo sabía! Te lo dije, traductora estrella. —Levanta el puño como si hubiéramos ganado una medalla olímpica.
Yo solo río, pero por dentro me tiemblan las manos.
La reunión es al día siguiente. Paso la tarde entera revisando mi inglés, practicando saludos y frases formales frente al espejo.
—No puedes sonar como una fan confundida de diccionario —me repito—. Eres una profesional.
El editor se llama David. Es amable, con acento británico y sonrisa fácil. Me explica que trabajaré traduciendo capítulos semanales de una novela romántica contemporánea escrita por una autora estadounidense que empieza a ganar fama.
—Buscamos alguien que entienda la emoción detrás de las palabras, no solo las traduzca —dice—. Tu prueba fue la más viva de todas.
Mi corazón late fuerte.
—Gracias… prometo dar lo mejor de mí.
Cuando termina la llamada, me quedo mirando la pantalla.
No puedo evitar pensar que, de alguna forma, la vida me está dando otra oportunidad para hacer lo que amo… sin depender de nadie.
El primer capítulo que me asignan está lleno de frases dulces y pequeños gestos que se sienten extrañamente familiares. Hay algo en el tono, en la forma en que los personajes se miran sin decir nada, que me recuerda a otra historia. A la mía.
Cierro los ojos un momento. No puedo negar que Lorenzo aún vive en mis pensamientos, en los huecos de mi rutina, en la forma en que corrijo un texto o elijo una palabra. Pero ya no duele. Es como una cicatriz que dejó de arder.