Hay días en los que el universo parece tener demasiado tiempo libre. Días en los que se sienta con su taza de café cósmico, mira tu vida desde arriba y dice: “¿Y si le revolvemos un poco las páginas, solo para divertirnos?”.
Hoy fue uno de esos días.
Llevo dos semanas trabajando en una pequeña editorial local que huele a tinta, papel nuevo y café recalentado. Es el tipo de lugar que parece tranquilo por fuera, pero es un pequeño caos literario por dentro.
Mi escritorio está junto a una ventana que da al parque. Desde ahí puedo ver a los niños correr, a los ancianos jugar dominó y a los vendedores de empanadas discutir sobre el clima. Todo un espectáculo cotidiano.
Me gusta ese rincón. Tiene algo de refugio y de campo de batalla al mismo tiempo. Entre manuscritos llenos de tachones, autores desesperados por ser publicados y correos que llegan a todas horas, siento que, de alguna forma, volví a mi elemento.
No soy la misma Andrea que tradujo un libro con las manos temblando y el corazón enredado entre párrafos ajenos. Ahora trabajo con otros textos, otros autores, otras historias. O al menos, eso quiero creer.
La editorial se llama "Lumen", y su lema, impreso en cada sobre, dice: “Damos luz a las palabras olvidadas.”
Me gusta. Tiene ese aire romántico de los lugares que aún creen que los libros pueden cambiar vidas.
Mi jefe directo es un hombre amable, de unos cincuenta años, con voz pausada y ojeras que cuentan historias. Se llama Daniel Aranda, y siempre tiene una taza de café en la mano, como si fuera parte de su cuerpo.
—Andrea —me dijo el primer día—, aquí el ritmo es tranquilo, pero el trabajo no lo es. Vas a ver cosas buenas, malas y aburridas. Pero, sobre todo, vas a leer mucho.
Y sí. Tenía razón.
He leído manuscritos que parecen sueños hermosos y otros que son pesadillas gramaticales. He corregido ensayos que me dejaron pensando en la vida y traducciones tan malas que daban ganas de abrazar al diccionario.
Pero, a pesar de todo, me gusta.
Hay algo reconfortante en estar rodeada de palabras, incluso si no todas dicen lo que uno quisiera.
Esa mañana llegué un poco tarde. Pesto se había robado mi bufanda y tuve que perseguirlo por todo el apartamento. Cuando por fin logré salir, el cielo amenazaba con lluvia, y mi café estaba más frío que mi paciencia.
Al entrar en la editorial, el sonido de las teclas me recibió como un viejo amigo.
—Buenos días, Andrea —me saludó Clara, la correctora de estilo—. Daniel te estaba buscando.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Dijo que te tenía una sorpresa.
Eso me dio un poco de miedo. En este lugar, “sorpresa” puede significar desde “felicitaciones, vas a corregir un texto hermoso” hasta “necesitamos que revises 400 páginas de un ensayo sobre taxonomía vegetal”.
Fui a la oficina de Daniel con el corazón dividido entre la curiosidad y el terror.
Él estaba revisando un montón de papeles, como siempre, con los lentes a medio caer por la nariz.
—Ah, Andrea, justo te buscaba. Siéntate un momento —dijo, levantando la vista.
Me senté frente a su escritorio, que estaba tan lleno de tazas vacías que parecía una exposición de cerámica.
—Tenemos un nuevo encargo de traducción —continuó—. Es un ensayo literario, muy bien escrito, pero con un lenguaje poético algo complejo. Creo que tú podrías hacerlo bien.
Levanté una ceja.
—¿Yo? ¿Traducción? Pensé que aquí me contrató como revisora.
—Sí, pero tu prueba de ingreso fue excelente. Además, el autor insistió en que la traducción debía ser “de alguien que entendiera las emociones, no solo las palabras”. Y pensé en ti.
Mi corazón se aceleró.
—¿Y quién es el autor? —pregunté, tratando de sonar profesional.
Daniel buscó algo entre sus papeles, sacó una carpeta y me la extendió.
—Aquí tienes el documento. Ah, y te reenvié el correo con los detalles del proyecto.
Tomé la carpeta. El título del ensayo estaba escrito en una tipografía elegante:
“Cartas a lo que no fue.”
Y debajo, en letras más pequeñas, el nombre del autor.
L. Bianchi.
Sentí que el aire se me escapaba de golpe.
Lo leí una vez.
Dos veces.
Tres.
Como si mis ojos se negaran a creer lo que veían.
Daniel siguió hablando, sin notar mi cara de fantasma.
—Parece que el autor vive ahora en Roma, pero este ensayo se publicará simultáneamente en varios idiomas. Es parte de un proyecto internacional sobre narrativa emocional contemporánea.
Yo apenas podía escucharlo.
Mi mente se había quedado atrapada en esas dos letras y un apellido que conocía demasiado bien.
L. Bianchi.
Lorenzo.
Por un momento, me convencí de que debía ser una coincidencia. Había miles de Bianchi en el mundo, ¿no? Tal vez era otro autor con las mismas iniciales. Un primo lejano. Un impostor literario.
Pero cuando abrí la carpeta y vi el primer párrafo, supe que no había escapatoria.
“Hay heridas que no sangran, solo se traducen en silencio.”
No necesitaba más.
Era él.
Dejé la carpeta sobre mi escritorio y salí al pasillo para respirar. El corazón me latía tan fuerte que podía escucharlo en los oídos.
¿Cómo demonios había terminado otra vez frente a sus palabras?
¿Acaso el universo me estaba jugando una broma cruel?
Fui hasta la pequeña cocina de la editorial, serví café y traté de convencerme de que no era gran cosa.
—Es solo un trabajo, Andrea. Solo un ensayo. No significa nada —me dije a mí misma, como si al repetirlo bastara.
Pero claro que significaba algo.
Todo.
Pasé el resto del día leyendo el texto, tratando de no pensar demasiado. Era un ensayo sobre la pérdida, la memoria y los errores que cambian la forma en que miramos el mundo.
Pero debajo de cada línea había algo más. Una emoción reconocible, un tono familiar.