La traducción del amor

Capitulo 3 parte 2

Capítulo 3 – Entre líneas

No sé en qué momento dejé de pensar en él todos los días. Tal vez fue entre las mañanas de café frío y los correos de trabajo, o quizá cuando aprendí a dejar de revisar cada notificación con la esperanza de ver su nombre. Pero ahora que su apellido vuelve a aparecer en mi bandeja de entrada, me doy cuenta de que nunca se fue del todo. Solo se escondió entre líneas, esperando el momento adecuado para reaparecer.

“Proyecto: Ensayo de Lorenzo Bianchi. Traducción al inglés.”

El asunto del correo me paralizó. No había error. Era él. L. Bianchi, con su estilo inconfundible, su voz de tinta que sabía colarse entre mis pensamientos más profundos.

Por un momento creí que era una broma. Una de esas crueles coincidencias con las que el universo parece entretenerse. Pero cuando abrí el archivo adjunto y vi su nombre impreso en la primera página del documento, sentí esa mezcla de sorpresa y nerviosismo que solo él podía provocarme.

El ensayo se titulaba “Sobre las palabras que permanecen.”

No pude evitar soltar una risa irónica. Era demasiado simbólico. Demasiado nosotros.
Pasé mis dedos por el borde del escritorio, tratando de calmar el temblor en mis manos. Leo, que estaba en la oficina contigua, me escuchó suspirar y apareció en la puerta con su taza de café en mano.

—¿Qué pasa? —preguntó, como si ya supiera que algo me había descolocado.
—Tengo un nuevo proyecto —dije, sin levantar la vista.
—¿Y eso te deprime o te emociona?
—Depende. Si te dijera que es un texto de Lorenzo Bianchi…
—¿Qué? —su voz subió medio tono—. ¿Ese Lorenzo?
Asentí.
Leo se rió con incredulidad.
—Bueno, el universo tiene un sentido del humor retorcido.
—Sí. Y una puntería impecable.

Durante unos minutos nos quedamos en silencio. Él se apoyó en el marco de la puerta, observándome con ese gesto de hermano mayor que usa cuando no sabe si abrazarme o advertirme.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó finalmente.
—No lo sé —admití.
—Podrías rechazarlo. Nadie te obligaría a hacerlo.
—Lo sé… pero si lo rechazo, sentiré que sigo huyendo. Y si lo acepto, no sé si estoy preparada.

Leo me dejó pensando. Cuando se fue, abrí el archivo otra vez. La primera línea decía:

“Hay palabras que no mueren, solo cambian de idioma.”

Cerré los ojos. Podía escucharlo decirlo. Esa voz grave, templada, con ese acento que hacía que cada palabra sonara como si tuviera peso propio.

Pasé toda la tarde mirando la pantalla, sin avanzar. La editora principal me escribió para confirmar si aceptaba el encargo. Le respondí con un simple “Sí, lo haré.”
Y así, sin planearlo, sin prepararme, volví a traducir a Lorenzo.

Esa noche llegué a casa con la cabeza llena de pensamientos. Pesto dormía sobre el sofá, ajeno al caos emocional que llevaba dentro. Me serví un té y abrí mi laptop.
El primer paso era enviarle un correo para coordinar la revisión del texto. No podía evitarlo: el protocolo lo exigía. Pero ¿cómo se empieza un correo a alguien que te rompió el alma sin intención?

Después de varios intentos, borré todo y escribí algo simple:

Estimado Sr. Bianchi:
Soy Andrea, la traductora asignada para su ensayo “Sobre las palabras que permanecen”. Me pondré en contacto conforme avance el proceso de traducción. Si necesita realizar aclaraciones o ajustes, puede comunicarse directamente conmigo.
Atentamente,
A. Torres.

Nada más. Cortés. Profesional. Frío, incluso.

Presioné “enviar” y cerré los ojos. Sentí el corazón latir con fuerza, como si acabara de saltar desde una altura sin medir la distancia.
Esa noche dormí poco. Me repetía que era un trabajo más, que nada cambiaría, que ya no me dolía. Pero había algo en el simple hecho de escribirle que removía un eco antiguo.

Pasaron dos días antes de recibir respuesta. El correo llegó un lunes por la mañana, justo cuando intentaba concentrarme en un artículo de otra traducción. Su nombre brillaba en la bandeja de entrada como una vieja herida que no había cicatrizado del todo.

Estimada Andrea:
Gracias por aceptar el proyecto. Espero que el texto le resulte tan desafiante como sincero. No es un ensayo sobre palabras, en realidad, sino sobre las huellas que dejan las personas cuando se van.
Quedo atento a sus comentarios.
Lorenzo.

Me quedé mirando la pantalla largo rato. Su tono era formal, sí, pero había algo más. Un subtexto invisible, una ternura contenida entre esas frases medidas.
“El texto le resulte tan desafiante como sincero.”
Sabía exactamente qué estaba haciendo: provocándome. Tentando el borde entre lo profesional y lo emocional, entre lo que fuimos y lo que fingimos no ser.

No respondí de inmediato. Preferí leer el ensayo primero.

Era hermoso.
Triste y hermoso.

Cada página parecía escrita desde un lugar que conocía: la nostalgia después de la tormenta. Hablaba del poder de la traducción, no solo de lenguas, sino de emociones.

“Traducir no es cambiar palabras, sino mantener viva la intención de quien las escribió.”
“Algunos sentimientos no necesitan idioma: basta con haberlos sentido una vez.”

Había algo diferente en su escritura. Más madura, menos pretenciosa. Como si el silencio que compartimos le hubiera servido para ordenar su alma. Y sin embargo, ahí estaba yo, entre cada párrafo, en cada metáfora que hablaba de una mujer que enseñó a un hombre a escuchar sin comprender.

Cerré el documento con las manos temblando.

No podía negarlo: aún lo entendía.
Y, en cierto modo, aún lo traducía.

La correspondencia continuó.
Pequeños correos, siempre profesionales, pero llenos de grietas por donde se colaba lo que no se decía.

A.
¿Podrías revisar el último párrafo del capítulo 3? No estoy seguro de si la palabra “permanecer” transmite lo que quería decir.
L.




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