La traducción del amor

Capitulo 4 parte 2

Capítulo 4 – La versión editada del amor

Nunca imaginé que una videollamada pudiera doler. Que el simple reflejo de alguien en una pantalla pudiera remover tantas cosas que creí enterradas. Pero ahí estaba yo, un martes cualquiera, frente a la laptop, con el corazón latiendo como si fuera la primera vez.

Lorenzo había propuesto hablar “para aclarar algunos matices del texto”. Sonaba inocente, profesional, necesario. Pero cuando leí su mensaje, supe que no se trataba solo de eso.

“Algunas palabras necesitan más que un correo. ¿Podemos hablar mañana?”

Dudé unos segundos antes de responder. No porque no quisiera verlo, sino porque no sabía qué versión de mí se iba a encontrar. La Andrea que él conoció ya no existía del todo. Había aprendido a respirar sin él, a dejar que los recuerdos se quedaran sin robarme el presente. Pero aún así, había algo que seguía temblando dentro de mí cada vez que veía su nombre.

Le dije que sí.

Esa mañana me desperté antes de que sonara la alarma. Pesto dormía hecho un ovillo a mis pies, y el cielo estaba cubierto, como si presintiera que el día iba a ser gris.
Preparé café —fuerte, como siempre— y traté de convencerme de que era solo una reunión de trabajo. Solo una conversación entre un autor y su traductora.
Nada más.
Nada menos.

Abrí la laptop quince minutos antes, solo para asegurarme de que todo funcionara. La pantalla reflejaba mi cara más de lo que quería ver. Me acomodé el cabello, respiré hondo y esperé.

Y entonces, apareció.

Su rostro ocupó la pantalla, iluminado por la luz dorada de alguna ventana italiana. Tenía el cabello un poco más largo, una barba leve, y esos ojos que parecían observar más de lo que mostraban.

—Ciao, Andrea —dijo con esa voz que siempre sonaba a calma y desorden al mismo tiempo.
—Hola, Lorenzo —contesté, intentando sonar neutral.

Silencio.

El tipo de silencio que pesa, pero no molesta.
El que tiene historia.

—Gracias por aceptar hablar conmigo —dijo finalmente—. No quería que los correos se convirtieran en un diccionario interminable de aclaraciones.
—No pasa nada. A veces es más fácil hablar que escribir —respondí, aunque sabía que eso era mentira. Hablar con él nunca había sido fácil.

Él sonrió, una de esas sonrisas contenidas que apenas levantan una esquina del labio.
—Te ves bien.
—Gracias. Tú también —contesté, bajando la mirada hacia mis notas, fingiendo buscar algo importante.

La conversación empezó como debía: profesional, pulcra, distante.

Hablamos de los tiempos verbales, de la diferencia entre “permanecer” y “resistir”, de la traducción de metáforas que no funcionaban igual en inglés.
Pero con cada palabra, con cada pausa, algo iba deslizándose entre nosotros. Un eco. Una especie de corriente invisible que me erizaba la piel.

—En el capítulo tres —dijo él, inclinándose hacia la cámara—, cambiaste “sentir” por “recordar”. ¿Por qué?
—Porque el texto no hablaba de una emoción presente, sino de una que se quedó atrapada en el pasado —expliqué, casi sin pensarlo.
—Entonces… ¿crees que el amor también puede quedarse atrapado en el pasado?

No supe qué responder.
Lo miré. Él también me miró. Y por un momento, el mundo se detuvo.
Respiramos el mismo silencio, a kilómetros de distancia.

—Depende —murmuré—. Si el amor fue real, no se queda atrapado. Solo… cambia de idioma.

Él asintió lentamente, sin dejar de mirarme.
—Siempre fuiste mejor para explicar mis palabras que yo mismo.

Sonreí, apenas.
—No creo. Solo aprendí a escucharte entre líneas.

Hubo otro silencio. De esos que antes nos asustaban y ahora parecían una tregua.

Después de la llamada, me quedé frente a la pantalla apagada, con el corazón latiendo a un ritmo extraño.
No había pasado nada, y al mismo tiempo, había pasado todo.

Las siguientes semanas las llamadas se hicieron más frecuentes. Una vez por semana al principio, luego cada dos o tres días. Siempre con una excusa distinta: revisar un capítulo, ajustar un término, discutir una nota. Pero yo sabía —los dos sabíamos— que había algo más detrás de esas conversaciones.

A veces hablábamos del libro, y otras, del clima. De cómo Pesto se colaba en mis reuniones o de cómo él había adoptado un gato callejero en Roma.
Era absurdo, casi infantil. Pero en esos minutos sentía una paz que no encontraba en ningún otro lugar.

Una tarde, mientras repasábamos las últimas correcciones, su cámara se movió un poco y pude ver el estante detrás de él.
Ahí estaba.
El ejemplar de “Traducciones del alma”, el libro que él había publicado meses atrás y que, en silencio, guardaba fragmentos de mí.

—¿Todavía lo conservas? —pregunté sin pensar.
Lorenzo giró la cabeza hacia el estante y sonrió.
—No suelo deshacerme de lo que me marcó.
—Supongo que eso también aplica a personas, ¿no?
Él no respondió. Solo sostuvo mi mirada.
Y en ese instante, supe que la mía decía lo mismo.

Comencé a escribir de nuevo. No cartas ni historias, sino fragmentos. Pequeños pensamientos que surgían después de cada llamada.
“Nos hablamos como si nada, pero cada pausa es una confesión muda.”
“Su voz me sigue sonando familiar, pero ya no duele.”
“¿Y si el amor solo es la traducción imperfecta de lo que alguna vez sentimos?”

No se lo mostraba a nadie. Ni siquiera a Leo, que a veces me miraba con sospecha cuando veía mis mejillas encendidas después de las reuniones.

—No me digas que el italiano volvió a tus pensamientos —me dijo un día.
—No volvió —le respondí—. Solo… nunca se fue.
—Andrea, solo ten cuidado. A veces confundimos el recuerdo con la necesidad de sentir algo otra vez.
Sus palabras se quedaron rondando mi mente toda la noche.

¿Era eso? ¿Lo que sentía era amor o solo nostalgia bien disimulada?

La siguiente videollamada fue diferente.
No hubo correcciones, ni notas, ni frases técnicas.
Solo un “¿tienes un minuto?” y su rostro apareciendo en la pantalla.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.