La traducción del amor

Capitulo 5 parte 2

Capítulo 5 – Lo que guardamos

Hay cosas que uno cree haber dejado atrás, hasta que se sienta frente al espejo y descubre que siguen ahí, solo un poco más ordenadas.
Eso me pasa últimamente.
No con Lorenzo, no exactamente. Sino conmigo. Con la versión que fui cuando lo conocí, la que intentaba sobrevivir al caos con café frío y excusas torpes.

A veces me observo en el reflejo del microondas mientras espero que el agua hierva y pienso: “Mira hasta dónde has llegado.”
No es soberbia, es asombro.
Por haber sobrevivido a mí misma.

Leo lo nota. Siempre lo nota.
Hoy, mientras revisaba unas páginas en el sofá, entró con dos cafés y me lanzó una mirada que decía más que cualquier discurso motivacional.

—Te ves distinta últimamente —dijo, entregándome una taza.
—¿Distinta cómo? —pregunté, aunque sabía adónde iba.
—Más tranquila. Como si por fin hubieras hecho las paces con algo.

Me reí. —Tal vez con la gramática italiana.
—No. Con él. O contigo. O con los dos —respondió, encogiéndose de hombros.

Dejé el café en la mesa y suspiré.
No quería hablar de Lorenzo, pero tampoco quería fingir que no pensaba en él. Después de todo, seguía apareciendo entre mis correcciones. No en las palabras, sino en los espacios. En los silencios.

Llevo semanas trabajando en su ensayo, y cada frase que reviso me recuerda a un eco de lo que fuimos.
A veces creo que me escribe indirectamente a través de esas líneas.
Otras veces pienso que solo soy yo interpretándolo todo desde el recuerdo.

Leo se sentó frente a mí, con esa paciencia que solo él tiene.
—¿Sabes qué creo? —dijo.
—Siempre sabes qué creer.
—Creo que ya no lo amas igual.

Levanté una ceja. —¿Ah, no?
—No. Lo que amas es lo que aprendiste de amarle.

Lo miré en silencio, procesando.
Tenía razón. Y dolía que tuviera razón.

Hace unos días empecé a escribir de nuevo, pero no historias ni traducciones.
Un diario.
No uno de esos diarios adolescentes llenos de lágrimas y promesas. Este es distinto. Es como si quisiera archivar lo que queda, para no cargarlo más.

Le puse un título absurdo: “Lo que guardamos.”
Ahí anoto pequeñas cosas que ya no me duelen, pero que me marcaron.
La forma en que Lorenzo sostenía el libro con la mano izquierda, el olor a tinta que siempre lo acompañaba, la manera en que callaba cuando estaba triste.
También anoto mis errores: mi miedo a ser suficiente, mi forma de escapar antes de que me dejen.

Escribirlo me libera.
Cada palabra es una pequeña caja cerrada.
Y siento que estoy vaciando un ático emocional que llevaba años lleno de polvo.

Esta tarde, mientras repasaba unas notas del trabajo, recibí un mensaje de Lorenzo.
No un correo formal, sino un mensaje breve, casi tímido:

“He leído tus observaciones. Gracias. Me hiciste ver matices que no había considerado.”

Era una simple frase, pero tenía su voz.
Y en su voz, ese tono tranquilo que antes no conocía.

Lo leí varias veces antes de contestar.
Finalmente escribí:

“Para eso estamos los traductores. Para leer entre líneas.”

Casi de inmediato respondió:

“Entonces debo agradecerte por leerme incluso cuando yo no sabía qué decía.”

Me quedé mirando la pantalla un largo rato.
No era coqueteo. No era nostalgia. Era… ternura. De esa que llega cuando ya no hay miedo, ni rencor, ni necesidad de poseer al otro.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí paz.
No esa paz fría de la distancia, sino una que se parece a respirar profundo después de correr mucho.

Por la noche, salí al balcón con una manta y mi diario.
El cielo estaba despejado, y el aire olía a tierra húmeda.
Empecé a escribir sin pensar demasiado:

“No sé si Lorenzo volverá a mi vida, pero tampoco sé si lo necesito.
A veces, cerrar un ciclo no significa olvidar, sino entender por qué dolió tanto.
Él fue mi caos, pero también mi espejo.
Y en ese reflejo aprendí a verme sin miedo.”

Me quedé leyendo lo que había escrito, sonriendo sin querer.
Había algo reconfortante en poder hablar de él sin romperme.

Leo salió al balcón poco después.
—¿Otra vez escribiendo?
—Sí —dije—, pero esta vez no sobre él.
—¿Ah, no?
—Sobre mí.

Se apoyó en la baranda y me miró. —Me gusta verte así.
—¿Cómo?
—Como si por fin supieras quién eres sin necesitar que alguien te lo diga.

Me quedé callada, sintiendo cómo esa frase se acomodaba en algún lugar dentro de mí.

Tal vez ese era el verdadero final de nuestra historia: no una reconciliación, sino una versión mía que ya no dependía de lo que él pensara.

En los días siguientes, seguí escribiendo.
A veces sobre cosas simples: el olor del café, la risa de Leo, el gato durmiendo sobre mis apuntes.
Otras veces sobre lo invisible: la calma que me da estar sola, la sensación de no tener que demostrar nada.

Comencé a entender que no todo lo que guardamos debe doler.
Hay recuerdos que se quedan porque son parte de nuestra historia, no porque no hayamos superado nada.

Un día, mientras revisaba la corrección final del ensayo, me encontré con una frase que Lorenzo había añadido en el último capítulo:

“Traducir es un acto de amor. No hacia las palabras, sino hacia lo que representan.”

Sentí un nudo en la garganta.
Era exactamente lo que yo había escrito en mi diario semanas atrás, con otras palabras.
No sabía si lo había leído en mis notas, o si simplemente habíamos llegado al mismo pensamiento desde lugares distintos.

Pero algo dentro de mí sonrió.
No todo estaba perdido.
A veces, dos personas pueden caminar en direcciones opuestas y aún así mirar el mismo cielo.

El último día de trabajo en el proyecto, el editor nos envió un mensaje grupal para agradecer el esfuerzo.
Lorenzo respondió con un simple “Fue un placer trabajar con todos ustedes.”
Yo no dije nada. Solo guardé el archivo, cerré la carpeta y respiré hondo.




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