La traducción del amor

Capitulo 6 parte 2

Capítulo 6 – Traducción en curso

Nunca pensé que volvería a recibir un correo de Lorenzo que empezara con la palabra invitación.
Por un segundo creí que era una broma del destino, de esas que te hacen dudar si reír o cerrar la laptop y fingir que no viste nada.

Lo abrí con el corazón a medio temblar.

“Estimada Andrea:
El equipo editorial de Roma desea cerrar oficialmente el proyecto con una reunión presencial.
Me encantaría que pudieras asistir como parte del equipo de traducción.
Creo que este cierre sería significativo, tanto profesional como… simbólicamente.

L. Bianchi.”

Leí esa última palabra —simbólicamente— tres veces.
No sé si fue el acento italiano invisible en su tono, o la manera tan medida en que escogió esa palabra, pero sentí que detrás había más que protocolo.

Por primera vez en mucho tiempo, no supe qué responder.

Pasé toda la mañana pensando en ello.
Leo, por supuesto, notó mi distracción.
Entró a la cocina mientras yo revolvía el café sin realmente beberlo.

—Tienes cara de correo inesperado —dijo, sin siquiera preguntar.
—¿Tan obvia soy?
—Te conozco más que al microondas —respondió riendo—. ¿Qué pasó?

Le mostré el correo.
Lo leyó rápido, en silencio, con esa expresión neutra que usa cuando no quiere opinar antes de tiempo.

—¿Y? —preguntó al final.
—¿Y qué? —repetí, nerviosa.
—¿Vas a ir?

No supe qué decir.
Parte de mí gritaba no, la otra parte susurraba tal vez.

—No lo sé —murmuré—. No quiero que parezca que voy por él.
—¿Y si no vas por él? —replicó—. ¿Y si vas por ti?

Esa frase se me quedó dando vueltas el resto del día.

Esa noche abrí mi diario.
En la primera hoja escribí, casi sin pensar:

“No siempre viajamos para llegar a un lugar.
A veces viajamos para despedirnos del que fuimos antes de partir.”

La idea empezó a crecer dentro de mí como una semilla terca.
Ir a Italia no tenía que ser un regreso al pasado. Podía ser un paso hacia adelante.
Una forma de cerrar algo, de entenderlo con los ojos limpios, sin nostalgia ni miedo.

Encendí la laptop y respondí el correo:

“Agradezco la invitación. Confirmo mi asistencia.
Nos vemos en Roma.”

Al presionar enviar, sentí una mezcla extraña de vértigo y alivio.
Como si acabara de subirme a una montaña rusa sin saber si quiero gritar o disfrutar del paisaje.

Las semanas siguientes se me fueron en una rutina silenciosa: preparar documentos, coordinar con la editorial, revisar detalles del viaje.
Leo me ayudó a organizar todo, aunque se notaba que no confiaba en que no me iba a desmoronar allá.

—¿Segura que estás lista para verlo? —preguntó una noche mientras doblábamos ropa.
—No lo sé —admití—, pero quiero averiguarlo.
—Eso suena a una respuesta de persona que ha crecido —dijo sonriendo.

Quizás tenía razón.

El día del vuelo amaneció con una lluvia suave.
Llovía justo como la última vez que lo vi.
Tomé eso como una especie de guiño del universo: “vas bien, sigue.”

El aeropuerto me pareció un lugar suspendido entre mundos.
Las personas caminaban apuradas, los anuncios sonaban en varios idiomas, y por primera vez me di cuenta de que entendía algunas palabras en italiano sin esfuerzo.
Sonreí. Supongo que algo me dejó además del recuerdo, pensé.

El vuelo fue largo, silencioso, lleno de pensamientos que iban y venían como nubes.
Miré por la ventana y me prometí una cosa:
No voy a buscarlo.
No voy a esperarlo.
Voy a encontrarme.

Llegar a Roma fue como abrir una página nueva en un libro que creías terminado.
El aire olía a historia, a pan recién hecho y a calles que sabían guardar secretos.
La editorial me había reservado un pequeño apartamento cerca del Tíber. Era acogedor, con un balcón diminuto desde donde se veía el atardecer.

Dejé la maleta, me preparé un té y salí a caminar sin rumbo.
Las calles adoquinadas parecían tener vida propia. Cada esquina era una fotografía que alguien ya había tomado mil veces, pero que aún se sentía única.

En una librería de segunda mano, vi su libro en el escaparate.
Lo tomé entre las manos.
No temblé.
Eso ya era una victoria.

El día de la reunión llegó más rápido de lo que esperaba.
El edificio editorial estaba en una calle tranquila, con paredes cubiertas de enredaderas.
Respiré hondo antes de entrar.

Dentro, el ambiente olía a papel, tinta y café.
La editora principal, una mujer de cabello blanco y sonrisa amable, me saludó en un italiano pausado que pude entender casi por completo.
—Benvenuta, Andrea. Finalmente ci incontriamo di persona.
(“Bienvenida, Andrea. Por fin nos conocemos en persona.”)

Asentí, agradecida. —Gracias por la invitación.

Y entonces, detrás de ella, lo vi.

Lorenzo.

Vestía simple, como siempre: camisa blanca, mangas arremangadas, mirada serena.
Había cambiado. No mucho, pero lo suficiente como para notarlo.
Ya no era el hombre que se escondía detrás de su propio silencio.

Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí algo familiar.
No fue dolor.
Fue… reconocimiento.
Como si una parte mía dijera: ahí está, el capítulo que alguna vez escribiste y cerraste con cuidado.

—Andrea —dijo, acercándose con una sonrisa discreta.
—Lorenzo. —Mi voz salió tranquila, y eso me sorprendió.

Nos dimos la mano.
Su tacto era cálido, firme, pero breve.
Nadie habría adivinado que alguna vez nos habíamos amado.

La reunión transcurrió entre presentaciones, risas educadas y comentarios sobre el éxito de la traducción.
Yo hablé poco, escuché mucho.
Lorenzo me observaba de vez en cuando, con esa mezcla de orgullo y melancolía que no sabía si interpretar o dejar pasar.

Al final, cuando todos se fueron, quedamos solos un instante.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.