La traducción del amor

Capitulo 7 parte 2

Capítulo 7 – Roma en voz baja

Nunca imaginé que una ciudad pudiera tener sonido propio.
Roma no habla: susurra.

Sus calles murmuran historias antiguas, sus piedras respiran tiempo, y cada esquina parece tener un recuerdo escondido esperando a ser descubierto.
Desde que llegué, siento que camino dentro de un idioma que no necesito traducir. Solo escuchar.

El primer día amaneció con un cielo casi dorado. Las ventanas del apartamento daban a una calle estrecha donde el olor a pan recién hecho se mezclaba con el de café. Bajé temprano, intentando parecer una turista más, aunque por dentro tenía un nudo que no se soltaba desde que el avión tocó tierra.

El aire era distinto, más pesado, más vivo. Cada sonido, cada paso, me recordaba que estaba lejos, pero también extrañamente cerca de algo que no sabía nombrar.

Tenía la reunión con el equipo a las siete. Pasé el día caminando sin rumbo, intentando distraerme con los detalles: los colores ocre de los edificios, las flores en los balcones, las voces que flotaban desde los mercados.
Sin embargo, todo me llevaba a pensar en él. En Lorenzo.
En cómo sería volver a escucharlo hablar en su idioma, rodeado de su gente, de su tierra.

Me prometí no dejar que la nostalgia me hiciera tropezar. No vine por eso.
Vine por mí.
O al menos, eso intentaba repetirme.

Llegué temprano al restaurante. Era uno de esos lugares clásicos, con paredes cubiertas de cuadros antiguos y lámparas que arrojaban una luz cálida. Había risas, copas que tintineaban, conversaciones que flotaban en un italiano melódico que ya entendía lo suficiente como para sonreír sin sentirme perdida.

Lorenzo llegó unos minutos después.

Y aunque quise disimularlo, el corazón me dio un salto.
No lo veía desde la última vez en la editorial, y aun así, su presencia seguía teniendo el mismo efecto. No era solo atracción. Era algo más profundo, una familiaridad que dolía y confortaba a la vez.

Vestía de manera simple: camisa azul, mangas dobladas, mirada tranquila. Caminó hacia la mesa con una sonrisa breve.
—Andrea —dijo, y solo con escuchar mi nombre en su voz recordé todo lo que había intentado olvidar.

Nos saludamos con un beso en la mejilla, el tipo de gesto que parece inocente pero deja un eco invisible.

—Roma te sienta bien —dijo mientras tomaba asiento.
—O tal vez soy yo la que está aprendiendo a respirar aquí —respondí, intentando sonar ligera.

Él asintió, y por un momento nuestras miradas se quedaron quietas, suspendidas entre lo que fue y lo que ya no es.

El resto del equipo fue llegando. Éramos ocho en total: editores, correctores, un diseñador y una intérprete italiana que hacía de enlace entre todos. El ambiente era alegre, casi festivo.
Entre copas de vino y platos de pasta, las conversaciones fluían con naturalidad.

Me sorprendió lo fácil que era reírme. Lo natural que se sentía estar ahí, en medio de algo nuevo y al mismo tiempo tan familiar.

Lorenzo participaba con su calma habitual, aportando comentarios, haciendo bromas suaves que provocaban carcajadas. De vez en cuando, nuestras miradas se cruzaban por accidente —o quizá no tanto—, y el tiempo parecía detenerse por un instante.

Era curioso: no había contacto físico, ni palabras fuera de lugar. Pero había algo.
Una corriente silenciosa, como una nota de música que solo nosotros podíamos escuchar.

Durante la cena, la editora principal propuso un brindis.
—Por la traducción más hermosa que hemos publicado este año —dijo levantando su copa—. Y por la conexión invisible que existe entre un autor y quien traduce su alma.

Todos rieron, aplaudieron, bebieron.
Yo me quedé quieta.

Esa frase —“traducir el alma”— resonó como una campana en el aire.
Lorenzo también se quedó inmóvil un instante. Nuestras miradas se encontraron sobre las copas de vino. Él sonrió, casi imperceptiblemente.

En otro tiempo, esa sonrisa habría bastado para hacerme perder el equilibrio.
Esta vez, me sostuvo.

Después de la cena, algunos decidieron ir a caminar por la Piazza Navona. La noche estaba tibia, y el aire olía a lluvia antigua.
Las luces amarillas reflejaban los adoquines húmedos, y los músicos callejeros llenaban el aire con melodías que parecían sacadas de un sueño.

Me alejé un poco del grupo, necesitaba respirar.
Sentí pasos detrás de mí.
Era él.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó.
Asentí. Caminamos en silencio, lado a lado.

El ruido del agua de una fuente cercana nos envolvía.
—Roma es distinta de noche —dijo Lorenzo.
—Sí. Tiene una voz más baja. Como si hablara en secreto.
—A veces el amor también —respondió.

No supe qué decir.
Esa frase se quedó suspendida entre nosotros, flotando como un eco.

—No quiero incomodarte —añadió enseguida—. Solo… me alegra que estés aquí.

Lo miré. Había sinceridad en su tono. Nada de pretensiones.
—Yo también estoy contenta de haber venido —admití—. Aunque, para ser honesta, me dio miedo.
—¿Miedo de qué?
—De no reconocerme si te volvía a ver.
—¿Y te reconociste?

Lo pensé un momento.
—Sí —respondí—. Creo que por primera vez, sí.

Él sonrió. Y esa sonrisa no era la de antes. Era más tranquila, más humana, sin la intensidad que solía dolerme.

Seguimos caminando.
Las calles parecían observarnos en silencio, como si supieran que lo que estábamos haciendo no era retomar una historia, sino entender su lugar en el tiempo.

Llegamos a un puente. El río brillaba bajo la luz tenue.
—A veces pienso que Roma está hecha de recuerdos —dije.
—O de traducciones —añadió él.
—¿Traducciones?
—Sí. Cada piedra traduce algo del pasado, pero en un idioma nuevo.
—Entonces supongo que nosotros también somos Roma —dije riendo.

Él rió conmigo. Fue un sonido limpio, sin peso, sin pena.
Y por primera vez desde que nos conocimos, sentí que no necesitábamos decirnos nada más.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.