La traducción del amor

Capitulo 8 parte 2

Capítulo 8 – El idioma del perdón

El cielo de Roma parecía estar hecho de silencios esa noche. No de estrellas, sino de pausas que pesan.
Había terminado la cena con el equipo editorial y todos se habían ido entre risas, vino y promesas de volver a encontrarse. Yo me quedé atrás, fingiendo revisar unos papeles, aunque en realidad solo buscaba algo que no sabía nombrar.

Lorenzo seguía ahí.
De pie, en la terraza del restaurante, mirando la ciudad como si intentara traducirla también.
El viento movía su cabello y, por un instante, me pareció ver al mismo hombre que había conocido en aquella cafetería, con el cuaderno en una mano y el corazón en la otra.

Me acerqué sin pensarlo. O quizá sí, pero con esa parte del pensamiento que se deja llevar por lo que necesita, no por lo que conviene.

—Bonita vista —dije, solo para romper el hielo.
—Roma siempre lo es —respondió sin mirarme.
Su voz era tranquila, pero tenía esa textura cansada que aparece cuando las palabras no bastan.

Nos quedamos en silencio. El tipo de silencio que no incomoda, pero tampoco alivia.
Miré las luces a lo lejos, los autos, las calles que parecían historias que alguien olvidó terminar.

—Gracias por venir —dijo al fin.
—No lo hice por ti —respondí. Fue automático, como un reflejo.
Él sonrió, apenas. —Lo sé. Y justamente por eso te lo agradezco.

Su sinceridad me desarmó.
Por un momento, sentí que todas las murallas que había construido se agrietaban. Me crucé de brazos, como si eso pudiera sostenerme.

—¿Sabes? —empezó a decir—. A veces pienso que las palabras son trampas. Que uno intenta explicarse y termina mintiendo sin querer.
—O diciendo más de lo que debería.
—Exacto.

Volvió a mirarme. Y fue como si el tiempo se doblara sobre sí mismo.
Ahí estábamos: los mismos, pero no iguales. Más viejos, más serenos, menos ingenuos.

—Leí el correo muchas veces —dije sin poder evitarlo.
—Lo imaginé.
—No sabías si iba a responderte, ¿verdad?
—No —confesó—. Pero necesitaba escribirlo. Era mi manera de cerrar el círculo.
—Y de abrir otro —susurré.

Él asintió despacio.
El viento trajo olor a jazmín, a lluvia lejana. Roma parecía respirar junto a nosotros.

—Andrea… —empezó, y mi nombre en su voz me dolió de una forma familiar—. Lo que pasó entre nosotros…
—Fue real —lo interrumpí—. Aunque no funcionara.
—Sí —dijo—. Fue real.

Nos miramos. No había rencor, solo esa nostalgia tibia que deja el amor cuando madura.

—Durante mucho tiempo te culpé —admití—. Por no haberme dicho la verdad desde el principio, por hacerme sentir que no era suficiente, por desaparecer de esa forma.
—Y tenías razón —dijo sin defenderse—. Yo también me culpé. Por todo eso. Por no saber quedarme, pero tampoco irme bien.

El silencio volvió, esta vez más liviano.
Sentí que por fin podía respirar sin el peso de su nombre en el pecho.

—Aprendí mucho después de ti —continué—. Sobre el amor, sobre mí.
—Yo también —respondió él—. Aprendí que no siempre se puede amar sin romper algo en el camino.
—Sí —dije sonriendo con tristeza—. Pero a veces lo roto también enseña a ver la belleza de otra manera.

Se acercó un poco, lo suficiente para que el aire entre nosotros se volviera denso, cargado de todo lo que no dijimos.
—¿Me odias todavía? —preguntó.
Negué con la cabeza. —No. Creo que ya no sé cómo hacerlo.
—¿Y me recuerdas?
—Eso no he dejado de hacerlo —confesé, bajando la mirada.

Sus dedos rozaron la baranda, tan cerca de los míos que sentí una corriente, un temblor leve, como si el pasado nos tocara una vez más antes de despedirse.
—A veces —dijo— pienso que escribo para volver a ti, aunque sea en las páginas.
—Y yo traduzco para entenderte —respondí—. Aunque ya no sea necesario.

Ambos reímos, suaves, con esa complicidad que no se apaga, solo cambia de tono.

El reloj marcó las once y media. La ciudad se volvía más silenciosa, más íntima.
Me di cuenta de que no quería que la noche terminara, pero tampoco quería volver atrás.
Había algo en mí que ya no buscaba un “nosotros”, sino un “gracias”.

—Lorenzo —dije—, te perdono.
Él parpadeó, sorprendido, como si no esperara escucharlo nunca.
—¿Por qué?
—Porque si no lo hago, seguiré traduciéndote toda la vida. Y ya aprendí que el amor también sabe decir “basta”.

Me observó en silencio.
Luego asintió, con los ojos brillantes. —Yo también te perdono, Andrea. Por irte. Por no quedarte a escucharme.
—Lo hice porque dolía demasiado.
—Y yo porque tenía miedo.

Nos quedamos ahí, frente al horizonte, con Roma a nuestros pies y el alma un poco más liviana.
No hubo abrazos. No hubo besos. Solo esa clase de adiós que no se pronuncia, pero se entiende.

Antes de irme, él me tendió un sobre.
—Es una copia del libro —dijo—. Pero con una dedicatoria que no está impresa.
Lo tomé sin abrirlo. —La leeré cuando esté lista.
—Entonces espero que no tardes tanto como la primera vez.

Sonreí. —No prometo nada.

Caminé hacia el hotel con el libro en la mano, sintiendo el peso exacto del cierre.
No era tristeza, era otra cosa. Algo parecido a libertad.

Al llegar a mi habitación, abrí el sobre. Dentro había una nota escrita en su letra firme:

“Gracias por traducirme, incluso cuando no sabía quién era.
Por enseñarme que el amor también se escribe en silencio.”

Lloré. No de dolor, sino de alivio.
Me tumbé en la cama, mirando el techo, y comprendí que esa era nuestra última traducción.
La del perdón.
La más difícil, la más necesaria.

Y mientras la ciudad dormía afuera, sentí que, por fin, también yo podía descansar.




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