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Capítulo 10 – Epílogo: Después del silencioVolver a casa fue más extraño de lo que imaginaba.
Era como regresar a un lugar que conocía, pero que había cambiado conmigo.
El aeropuerto estaba lleno de gente que corría, que abrazaba, que despedía… y yo, entre todas esas historias cruzadas, me sentía en pausa.
El aire olía a café quemado y a despedidas a medias.
Cuando por fin crucé la puerta de mi apartamento, Pesto me recibió con un maullido largo, como si me estuviera reclamando por haberlo dejado tantos días.
—Sí, también te extrañé —le dije, mientras dejaba la maleta en el suelo.
El silencio del lugar me envolvió.
Pero no era un silencio triste.
Era… cómodo. Cálido.
De esos que te dejan respirar después de tanto ruido.
Encendí la cafetera por pura costumbre.
El sonido del burbujeo, el aroma a café recién hecho, la taza entre las manos…
Todo parecía igual, pero algo dentro de mí había cambiado para siempre.
No era la misma Andrea que se fue buscando cerrar un capítulo.
Era una nueva versión, una traducción distinta de mí misma.
Pasé los primeros días ordenando mi vida sin darme cuenta de que ya lo estaba haciendo.
Ordenando mi mente, mis emociones, mis prioridades.
Leo venía todas las tardes, con su humor sarcástico y sus historias del trabajo nuevo.
Me contaba que en la galería las cosas iban bien, que había conocido a alguien “interesante” (palabra que en su boca significaba posiblemente desastrosa).
Nos reíamos mucho.
Me di cuenta de que lo necesitaba tanto como él a mí.
Éramos familia sin apellido.
Por las noches, el sueño tardaba en llegar.
Roma seguía ahí, en los recuerdos: las luces doradas sobre el río, el aroma a pan recién horneado, las calles empedradas que parecían guardar secretos.
Y él.
Lorenzo, con sus silencios cómodos y su forma de mirar como si entendiera más de lo que decía.
Cerraba los ojos y aún podía escuchar su voz diciendo mi nombre con ese acento que lo volvía todo más dulce.
Pero esta vez, no dolía.
Era nostalgia… en paz.
Una tarde, mientras revisaba algunos documentos, algo en mí cambió.
Decidí escribir.
No una carta. No una traducción.
Un libro.
No sobre él. Sobre mí.
Sobre todo lo que había aprendido, sobre los errores, las segundas oportunidades, el amor, la pérdida y la calma que llega cuando por fin aprendes a quedarte contigo misma.
Lo titulé Después del silencio.
Pasé horas frente a la pantalla, con la música de fondo y Pesto dormido sobre mis piernas.
Escribí sobre el miedo a hablar, sobre la culpa de callar, sobre el arte de escuchar sin interrumpir.
Escribí sobre cómo a veces el amor no se trata de quedarse, sino de entender cuándo soltar.
Cuando terminé el primer borrador, lo imprimí y lo dejé sobre la mesa.
Tenía café derramado en las esquinas, manchas de lágrimas que no supe si eran de tristeza o alivio, y párrafos tachados con furia.
Era imperfecto, pero honesto.
Como yo.
Leo lo leyó en dos noches.
Apareció en mi casa con una caja de donuts y una expresión seria.
—¿Sabes qué es esto? —me preguntó, levantando el manuscrito.
—¿Una crisis existencial con formato de libro?
Él sonrió.
—No. Esto es lo más valiente que has hecho.
Sus palabras me atravesaron.
Por primera vez, sentí orgullo.
Por mí. Por lo que había sido capaz de construir sin depender de nadie más.
Unos días después, mientras revisaba correos, vi uno que hizo que el corazón me diera un salto.
El remitente: L. Bianchi.
El asunto: Grazie.
El cuerpo del mensaje era breve, casi una caricia:
“Grazie per avermi insegnato a sentire.”
(Gracias por haberme enseñado a sentir.)
Solo eso.
Nada más.
Pero fue suficiente.
Lo leí una vez. Luego otra.
Y otra más, hasta que el peso de esas palabras me hizo cerrar los ojos.
No lloré.
Solo sonreí, con una ternura que no sabía que todavía tenía.
Había algo en esa frase… una despedida y un reconocimiento a la vez.
Respondí con dos simples palabras:
“De nada.”
Y con eso, cerré la laptop.
Salí a caminar.
Era una tarde de abril.
El sol se filtraba entre los edificios, las calles olían a pan tostado y el viento traía risas ajenas.
Caminé sin rumbo, solo disfrutando de estar viva, de estar bien, de no tener miedo.
Hasta que, al doblar una esquina, lo vi.
Lorenzo.
Estaba frente a la cafetería donde todo empezó.
Bufanda gris, abrigo oscuro, un libro bajo el brazo.
Parecía sacado de un recuerdo que se negaba a borrarse.
Nuestros ojos se encontraron y el tiempo se detuvo.
No fue un golpe, ni un estallido de emociones.
Fue algo suave. Sereno.
Como si los dos hubiéramos estado esperando justo ese momento.
Me acerqué lentamente.
Él sonrió, y esa sonrisa me bastó para saber que todo estaba bien.
—Tu libro —dijo, levantando el ejemplar—. Lo leí.
—¿Y?
—Creo que también me tradujo a mí.
Reí. Esa risa que nace desde adentro, limpia, sin culpa.
Él dio un paso más, acortando la distancia.
No hubo abrazo ni beso.
Solo un silencio compartido, tan perfecto que cualquier palabra habría estado de más.
—¿Vas a quedarte mucho tiempo? —pregunté.
—No lo sé. Esta vez vine sin planes.
—Entonces, te invito un café —dije.
—¿El mismo lugar?
—El mismo lugar —respondí, y entramos juntos.
La cafetería olía igual. Café recién molido, pan caliente, madera vieja.
Nos sentamos en la misma mesa del primer día, esa que daba a la ventana.
Hablamos poco, pero reímos mucho.
Del gato, de Leo, de los errores, de las veces que casi nos rendimos.
Y por un momento, sentí que el mundo se reducía a eso: a dos personas compartiendo una taza de café y un pasado que ya no dolía.