«De la vida hasta la muerte sólo está el tiempo» era el inmenso y solemne rótulo que yacía en lo más alto del palacio de Tiempo. Un espléndido alcázar con grandes invenciones estructurales, cuyo arte arquitectónico devela el deleite del deseo convencional proveniente de la promiscuidad de la imaginación del ser.
En los lugares más recónditos del palacio permanecía Tiempo: un ser cuya extremidad craneal se constituye principalmente en un gran aro metálico circunscrito rotativamente a una esfera temporal con un flujo de infinitud perecer; asimismo, había una aureola con un grado de inclinación establecido que refulgía sin cesar. De la misma manera, cada palma de Tiempo se construía a partir de una esfera temporal de infinitud devenir e infinitud devenido, las cuales eran circundadas giratoriamente (a cada palma) por un aro metálico.
La indumentaria de Tiempo era de parentesco a la vestimenta egipcia, con el pequeño matiz diferenciable de acuerdo al cual el porte rústico de la idea egipcia de vestimenta perenne entra en pugna con el porte dócil de la idea temporal de vestimenta.
Tiempo se encontraba sentado en una silla grandiosamente ornamentada, entre sus manos, estando separadas a una considerable distancia, levitaba la esfera temporal del devenir, una esfera totalmente prístina y cristalina que resplandecía con vehemencia en varios colores, formas y contenidos. De repente, las puertas del cubículo presente se abrieron con ímpetu, la esfera temporal regresó a su posición habitual mientras que Tiempo prestaba prolijamente atención a dicho acontecimiento exacerbado:
—Majestad, supongo que os traigo malas noticias —anunció el hijo de Tiempo, guardando cuidadosamente su redención. El hijo de Tiempo conservó el silencio, un silencio destinado al respeto y la sumisión. Tiempo asintió y su hijo prosiguió:
—Me temo, padre mío, que Muerte ha declarado la guerra a Vida.
El silencio aún seguía conservándose y las palabras cada vez resonaban en el material sólido de la mente: cada colisión de la inmateria con la materia producía frecuencias repetitivas que atormentaban lentamente los pensamientos de dicho individuo en función del contenido mental: guerra.
Tiempo era sabedor de la precaria relación entre Muerte y Vida, una relación pacífica tan minúscula que su interpretación era ininteligible. Aunque dicha relación interpersonal no fuese la más adecuada, su relación existencial hacía que el enorme problema de lo interpersonal fuese dejado atrás; pero, también, era conocedor de que la inevitabilidad de lo inexorable era cuestión del tiempo. Tras un largo transcurso de deliberación, Tiempo reaccionó:
—Enviad al ejército temporal con el menester de reivindicar la paz —Tiempo se incorporó en sí mismo. El hijo de tiempo salió de inmediato despreciando la lentitud para dirigirse a cumplir a cabalidad su cometido. Tiempo oscilaba tres metros de altura: era un ser divinamente enorme. Tras estar de pie, con su mano derecha chasqueó los dedos (de manera voluptuosa) y completamente desapareció.
El ejército temporal de Tiempo estaba dirigiéndose hacia la frontera bélica con la finalidad establecida por Tiempo. Dentro del ejército se encontraba el militante superior, quien tenía el cargo de liderar a la milicia temporal para salvaguardar los deseos e ideales del monarca. El líder era uno de los miles descendientes de Tiempo, pero era el original, es decir, uno de los primeros, quizá el primero.
Aquel ser, llamado: “Nanosegundo”, tenía como compromiso existencial la medición de la cantidad de los seres en la dimensión temporal, es decir que se dedica a contabilizar la determinación temporal de la existencia de los seres, que se supone que es fijada por Muerte. Siendo este el problema nuclear suscitado entre Muerte y Vida, cuando, en realidad, se trata de un asunto problemático del tiempo.
El ejército había llegado al combate, se localizaban a una distancia lo suficientemente agradable para no interferir directamente con la batalla establecida, con tal de poder evitar las connotaciones de declaración de guerra; pues conocían las leyes universales de Existencia y sabían que debían de ser lo suficientemente cautelosos como para no ser declarados en guerra.
Desde el punto de observación del militante temporal superior «Nanosegundo», la guerra se dividía principalmente en una fina línea de la dualidad: de lo que se supone que está vivo y de lo que se supone que está muerto, pues Nanosegundo piensa que el plano temporal es la confluencia de lo que en un instante un ser está vivo o muerto.
En la parte este se encontraba la vida, Vida se trataba de dos especies enanas con una vestimenta conformada: un velo superior vegetal que cae sobre un velo incrustado inferior carnoso. Aquellos enanos custodiaban una hermosa especie de flor de loto, rodeada un domo de cristal totalmente trasparente y resistente, que tenía como principio o fin un pétalo cerrado y, también, como fin o principio un pétalo abierto.
En el parte oeste se encontraba la muerte, la fisionomía de Muerte era parecida a la de un hombre, con una cara demacrada, con seis alas majestuosas negras, con seis manos famélicas y rasgadas, con la silueta vislumbrada de dos posibles pies. Todo su cuerpo lo cubría una indumentaria deshilachada de color intensamente oscuro. Muerte sostenía en una de sus manos izquierdas la guadaña típica y en una de sus manos derechas sostenía un espléndido libro: el libro de los muertos.
En el punto de confluencia entre el este y el oeste se hallaban hijos de Vida (diferentes tipos de híbridos tanto vegetales como carnosos) e hijos de Muerte (seres mutantes, irreconocibles, con diferentes formas tétricas y espeluznantes) combatiendo hasta el final de su compromiso existencial.