La tropa de las lágrimas

CAPÍTULO 4

Bryan era el típico niño hiperactivo de 7 años al que todo le causaba curiosidad. Un domingo de resurrección era la razón por la que tantas personas se aglomeraran en frente de la iglesia, con la intención de encontrar su sitio en la misa de medio día. El sol intenso clavado en el lienzo azul, hacia las cosas más tensas para Bryan, su familia y todas las personas presentes que esperaban para poder entrar.

            El pequeño estaba sujetado de la mano de su padre, avanzando a paso lento. Apenas llevaba una camiseta, pero el calor ya empezaba a ser insoportable. La mirada del niño se fijaba en las gotas de sudor que emprendían su caída desde el rostro de las personas hasta el suelo, pero algo llamo su atención, era un hombre vestido con una chaqueta vino tinto de cuero, desgastada a la vista y ceñida al cuerpo. Bryan, en su hasta ahora emergente conciencia, no logró comprender como aquel hombre no se quitaba la chaqueta. Su interés en el hombre aumentó, cuando se dio cuenta de que el hombre simplemente no se movía, solo entorpecía más el transcurrir de las personas. Algo más resaltaba de aquel extraño, su rostro con barba en candado, no era feliz ni triste. Al pequeño Bryan le pareció que el hombre llevara una máscara. Apenas parpadeaba.

            El pequeño observó con total detenimiento como fue que por fin el hombre se movió para sacar algo de su bolsillo. Aunque Bryan y su familia ya se acercaban a la puerta de la imponente iglesia, el niño alcanzó a ver que el hombre sacó unos guantes que le parecieron hechos de una roca azul oscura, y por un momento, le pareció que brillaron. El niño haló a su padre para contarle, pero fue ignorado, hizo el esfuerzo de mirar hacia su espalda, para poder contemplar como el extraño hombre se colocaba los guantes azules. Fue lo último que vio, antes de sumergirse en el pasillo del recinto religioso.

            La iglesia pronto se llenó, muchas personas quedaron de pie. El hombre de la chaqueta vino tinto quedó afuera, tan solo unos minutos después, una elegante limusina gris se detuvo en frente de la iglesia. Un trio de hombres desembarcó, y el lujoso carro gris se esfumó por la carretera. El trio le dio poca importancia al hombre de la chaqueta, pero cuando se acercaron a la puerta de la iglesia, el hombre se movió impidiéndoles pasar, y sacó de un bolsillo del pantalón lo que parecía un cristal irregular, mitad negro y mitad blanco. Parecía que el color oscuro aumentara dentro del cristal. El hombre miró el cristal sin expresión y lo guardó.

¿No ves que estorbas, inepto? ­—dijo el líder del trío. Tenía cabello largo recogido en rastas.

            El hombre que les impedía el paso, no replicó, en cambio les devolvió un intento de sonrisa. Su rostro ya se marcaba con arrugas por el paso del tiempo. Los guantes que portaba, de pronto emanaron un brillo que el trio notó de inmediato. Dos intentaron apresuradamente entrar a la iglesia, pero el hombre de los guantes fue rápido y los detuvo halándolos de sus camisetas y colocándolos de nuevo en frente suyo.

            —¿Quién eres? — preguntó el líder, que no intento huir— No sé cómo, pero deduzco que de alguna manera sabes nuestras intenciones, pero no te tenemos miedo.

            Nuevamente el hombre no respondió. Sus guantes volvieron a brillar y unas manoplas negras se formaron sobre ellos.

            —¿Crees que con eso nos detendrás? —el líder soltó una carcajada y se llevó una mano atrás—Te enseñare lo que es una verdadera arma.

            Antes de que el hombre sacara el arma, las manoplas del misterioso hombre adquirieron puntas de un azul fuerte y se lanzó a la envestida contra el trio. El golpe que recibió el líder del trio, fue directo en el rostro, ocasionando que cayera al suelo, en donde se revolcó de dolor. La sangre brotó de su nariz destrozada.

Los otros 2 se abalanzaron a golpearlo, pero esquivó sus golpes con movimientos sencillos, sin perder su actitud tranquila. Golpeó a los 2 restantes con sus manoplas tan fuerte, que cada golpe despedía sangre.  Los curiosos que pasaban cerca de la iglesia, se amontonaron a ver la paliza que les estaba dando a los 2 hombres.

            Uno quedó inconsciente, después de recibir un gancho a la mandíbula que lo hizo suspenderse en el aire por un segundo. En cambio, el otro esperaba sin esperanzas el golpe final, pero el hombre de los guantes se detuvo en último momento. Se limitó a apretar su puño, como si algo lo detuviera. La sangre que quedó de la paliza se veía más escandalosa al estar frente a la iglesia, de una ciudad tan religiosa, por lo que no tardarían en llamar a la policía. El hombre de los guantes sabía que había atraído mucho la atención, y por un momento, les dedicó una mirada a los espectadores, girándose sobre sí mismo, para apreciar a la mayoría que lo grababa con celulares. Algunos estaban aterrorizados y le gritaban «asesino».




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