La tropa de las lágrimas

CAPÍTULO 5

—¿Crees en Dios, profe? —le preguntó Alejandro. Fue lo primero que se le ocurrió, por los nervios de ver como calificaba su examen.

El silencio en el aula era algo incómodo, puesto que los demás estudiantes ya habían sido evaluados y, por lo tanto, el recinto los extrañaba. Cualquier conversación que exigiera las palabras del maestro, sin duda, haría romper la tensión.

            —Completamente ateo— respondió, escribiendo la calificación en la hoja, con un bolígrafo rojo.

            —¿Por qué? —le interrogó el estudiante, recibiendo las hojas, sin siquiera mirarlas.

            — Si en realidad Dios existiera y fuera omnipotente, no tendríamos la necesidad de pedirle, porque él sabría de antemano todos nuestros deseos y necesidades. Considerando lo anteriormente dicho, quiero dar a entender que, si existe, es un completo narcisista.

            Alejandro masticó la respuesta por un momento, su cerebro quedó en blanco, pareció que no fuera a refutar algo ante semejante argumento. Pero un destello emergió de su mente y casi sin darse cuenta, habló.

            —Tu respuesta es válida, y ante todo la respeto, profe. Pero, ¿no crees qué si Dios nos complaciera con todo lo que le pedimos, el mundo sería aún más caótico? — Alejandro suspiró. El profesor intentaba contenerse mientras lo escuchaba—Me refiero a que ¿nunca le has deseado el mal a alguien?, ¿qué incluso ese alguien muera? Yo creo que Dios nos escucha, pero se trata más de equilibrio que de que él pueda hacerlo.

            El docente dudó a la hora de responder. Aunque lo ocultó, balbuceó un poco al intentar hablar. No alcanzó a responderle. Alejandro de repente recordó que tenía ir a otra clase, así que abandonó el aula luego de un estrechón de manos y una disculpa por no poder continuar con el debate. Al salir del salón, el joven estudiante pensaba en lo que había acabado de decir al docente, ¿de dónde le habrían llegado esas palabras? En el aula, solo quedó el profesor Faber, sentado y con rostro reflexivo.

Faber siempre creyó en sus visiones, como la irrefutable verdad. Ser doctor en biología le daba las razones suficientes.  Era algo entendible dadas las teorías de panspermia o del caldo prebiótico que se sabía de memoria. Pero las palabras del estudiante le quedaron clavadas en la mente e hicieron tambalear sus argumentos. Aunque nadie lo supiera, le había tocado el alma.

            El docente pronto salió de la prestigiosa universidad ubicada en el centro de Bogotá. La noche capitalina era fría, tanto como hace unos lustros y su cielo extrañaba las estrellas por la creciente contaminación. Faber fue en busca de transporte, después de todo, lograr hacer un doctorado antes de los 30 años, le privó de varios lujos. Al ir hacia la estación de bus a la que normalmente acudía por motivos de distancia, se topó con un semáforo en verde, por lo que se vio obligado a ver como los autos fluían por la autopista. Había muchas personas, como de costumbre, por lo que el murmullo de las personas que coincidieron en el lugar con él, llegó hasta sus oídos, algo que sería normal, de no ser porque los susurros parecían dirigirse exclusivamente a él.

            Primero se aseguró de no estar escuchando mal, ya que pensó él, podría seguir lo suficientemente desconcertado por la reciente conversación. Pero no, no estaba equivocado, con un giro de cuello rápido, examinó a las personas que se posaban tras de él y representó su alivio en un suspiro, al comprobar que tan solo fue obra de su imaginación. Fue entonces cuando decidió colocarse sus audífonos.

            El semáforo cambió a rojo, el desfile de automóviles se detuvo y las personas pasaron. La luna estaba en su máximo esplendor, siendo el único detalle que adornaba el cielo. Faber la vio y no pudo evitar pensar en cómo esta afectaba la marea con sus fuerzas gravitacionales. La estación de autobús se acercaba con cada paso que daban sus zapatos elegantes, tal vez demasiado para su joven rostro. Un silencio total se apoderó del entorno. Faber que caminaba sin prestarle atención a algo en especial más que a la música en sus odios y a la luna, se sorprendió al notar que su canción preferida se detuvo justo cuando la cantaba mentalmente. El reflejo de sacar el celular de su pantalón de gala fue casi instantáneo, pero su rostro reflejó la impotencia al notar que el celular o los audífonos se habían averiado.

Con desgano se removió los artefactos de los oídos y siguió su camino. Aunque le tomó unos segundos darse cuenta, nada parecía generar sonido. Se sintió sordo e intentando mantener la calma, miró pasar a los automóviles mudos sobre la autopista. Hizo el ademan de toser para comprobar que no estaba loco, pero no oyó nada. Hasta que de nuevo el murmullo nació a su espalda, su nombre se escuchaba entre una maraña de jadeos. Abrió los ojos demasiado, miró a su espalda y se encontró con una muchedumbre de toda clase social que lo miraban casi inertes, solo movían los labios para escupir su nombre. Rebuscó en el sentido común para encontrar la lógica, pero el pánico hizo que se quedara quieto, tanto física como mentalmente. Su rostro pálido lo expresaba, tenía miedo.




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