La Última Galleta de Jengibre

Prólogo

En el corazón de Nueva York, donde los rascacielos se erigen como catedrales modernas al dios del comercio, existía un hombre que había convertido el desencanto en filosofía y la eficiencia en religión. Gael Vance no nació amargado; el cinismo fue un traje que se puso costra a costra, hilvanado con los hilos rotos de decepciones pasadas, hasta que la tela se volvió tan gruesa que ni la más tenue luz navideña podría penetrarla.

Su historia no era única en su tragedia, pero sí en su consecuencia: mientras el mundo celebraba la Navidad con luces parpadeantes y canciones repetidas hasta el agotamiento, Gael veía sólo el despilfarro anual que ralentizaba los mercados, entorpecía la productividad y alimentaba una fantasía colectiva que consideraba peligrosa. Para él, diciembre no era sino el último trimestre fiscal, un obstáculo sentimental antes del frío juicio de enero.

El Hotel Saint-Clair, una joya arquitectónica de la era dorada, fue su más reciente adquisición. No lo compró por sus legendarias vidrieras art déco ni por el histórico árbol de Navidad que iluminaba su lobby desde 1928. Lo adquirió por su ubicación privilegiada, por los números dormidos en sus libros contables, por el potencial que veía bajo la capa de tradición polvorienta. Su plan era simple: extirpar el sentimentalismo como un tumor, modernizar cada centímetro y convertir aquel palacio nostálgico en una máquina de eficiencia boutique.

Pero el universo, con su peculiar sentido del humor, tenía otros planes.

En un giro que parecía extraído de los melodramas que tanto despreciaba, la vida le entregó un paquete que no podía devolver a remitente desconocido: la custodia de Isabella y Sophia, sus sobrinas gemelas de seis años, cuyos padres desaparecieron en un trágico accidente justo cuando los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre la ciudad.

De repente, el hombre que negociaba contratos millonarios antes del primer café se encontraba desayunando con cereal colorido, el estratega que anticipaba movimientos del mercado se veía superado por rabietas a la hora del baño, y el solitario por elección descubría que su silencioso ático de cristal ahora resonaba con risas, llantos y preguntas infinitas sobre el porqué de las cosas.

Y estaba Amy.

Amy, cuyo nombre debería haber aparecido en alguna partida contable como "Gasto Operativo: Coordinadora de Eventos". Pero Amy era el alma misma del Saint-Clair. La que recordaba el nombre de cada huésped habitual, la que sabía dónde encontrar las antiguas guirnaldas de plata, la que creía, con una fe inquebrantable, que la magia no era un adorno estacional sino el servicio más valioso que un hotel podía ofrecer. Sus ojos brillaban con la misma intensidad que las luces del árbol gigante, y su sonrisa era cálida como el chocolate caliente en un día nevado.

Gael se enfrentó entonces a una ecuación imposible: necesitaba a Amy para manejar el caos gemelar que había irrumpido en su vida ordenada, pero Amy sólo accedería a ayudarle si el hotel mantenía viva su tradición navideña. Era un chantaje sentimental, un trueque absurdo: su eficiencia por su cordura, su desprecio por las festividades por su capacidad de sobrevivir a la paternidad improvisada.

Así comenzó la tregua más incómoda de la temporada. El hombre que despreciaba la Navidad permitió que el espíritu de la misma invadiera su santuario profesional. Observó, con el ceño fruncido, cómo el lobby se llenaba de pinos centenarios, cómo los empleados usaban jerséis horteras sin vergüenza, cómo el aire se impregnaba del olor a canela y pino. Todo por retener a la mujer que podía traducir el lenguaje de las niñas y, quizás, enseñarle a navegar aquel territorio desconocido.

Lo que Gael no podía calcular, lo que no entraba en sus proyecciones ni en sus balances, era el efecto corrosivo y dulce de la exposición prolongada a la magia. Las gemelas, con su curiosidad imparable y su afecto desarmante, comenzaron a hacer preguntas para las que no tenía respuestas: ¿Por qué Papá Noel no visita a los adultos tristes? ¿Se puede medir la felicidad? ¿El amor tiene número?

Poco a poco, entre informes financieros y sesiones de decoración de galletas, entre reuniones de directorio y cuentos antes de dormir, Gael Vance—hombre de cifras, sultán del escepticismo—comenzó a notar una variable no contabilizada en sus ecuaciones. Descubrió que la sonrisa de Sophia al ver la primera nevada valía más que cualquier cierre de trimestre positivo, que el abrazo espontáneo de Isabella curaba una soledad que ni siquiera sabía que cargaba.

Esta es la historia de un deshielo. De cómo un hombre que creía poseerlo todo descubrió que era pobre en lo único que importaba. De cómo dos niñas, una mujer testaruda y un hotel lleno de fantasmas festivos le enseñaron que la Navidad no es una fecha en el calendario, sino un lugar al que se llega cuando se abre la puerta que durante mucho tiempo se mantuvo cerrada. Y que a veces, el activo más valioso no se cotiza en bolsa, sino que se regala en paquetes pequeños con lazos de afecto, esperando ser recibido por manos que, finalmente, aprenden a soltar el frío para acariciar la luz.




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