En una época lejana, en un suntuoso lugar donde exaspera el ambiente y cala de miedo las más recónditas partes del cuerpo. En una casa de exuberante pobreza, cuyas paredes eran de madera casi putrefacta por las inclemencias del tiempo y el techo de láminas oxidadas de zinc aseguradas con ladrillos blanquecinos, vivia Felipe, el anciano sabio de la localidad. Felipe, cuya misión en la vida siempre fue la de instruir a los habitantes de esa remota región. Ya llegando al final de sus días, días de lucha y frustración al ver que su trabajo casi había sido en balde, decidió que ya era hora de que escarmentaran y sintieran en carne propia lo que el con tanto empeño trato de explicarles y dar una última lección. Esperanzado como en todas las mañanas de su larga vida de que los frutos de su semilla de enseñanza dieran, por lo menos, pequeños brotes y ese recóndito lugar aprendiera la lección más grande que la vida puede dar, que vieran esa chispa de luz que abre los ojos y te permite avanzar, ese sentimiento intangible que hace que uno mire a su alrededor y diga, "yo no quiero más una vida así" esa última lección, la quería aleccionar.
Sentado en una destartalada silla de madera, el único legado de su alcohólico padre y frente a su mejor amiga, la vieja gata Perla o “Perlita”, como él le dice cariñosamente; una gata de un porte desgastado, con poco pelaje en algunas zonas de su cuerpo a causa de infecciones mal curadas, de unos ojos verdes casi enceguecidos por los años; determinó, que no hay mejor forma de aprender si no es con un buen golpe. Recordando esa frase que ha sido heredada de generación en generación, "a golpes se aprende", frase que siempre le ha llevado a preguntarse desde que era un niño “¿con qué se habrá pegado esa persona que generó un dicho tan usado?” Se levantó de su silla rechinosa y muy decidido con lo que iba a hacer, saludó a su vieja amiga con un sobo en su oreja, mirando su ruinosa vivienda y dando una muy siniestra y pícara sonrisa, apagó la vela.