La última lección del viejo

CAPITULO II

CAPITULO II

 

—Está bien arzobispo, lo haremos como usted lo dice. —decía el padrecito Javier dentro de la sacristía.

El padrecito Javier, como le decían amorosamente los lugareños, había llegado a esas tierras hace una década, había reconstruido la capilla que para los habitantes ya había dejado de ser capilla para convertirse en iglesia, a pesar de que el padre Javier les había explicado muchas veces inútilmente que para ser iglesia, tenía que ser mucho más grande pero, la ignorancia y la ceguera del pueblo les hacía ver esa capilla como la iglesia más grande del mundo, motivo de adoración y respeto incorrupto para toda esa entidad. El padrecito Javier ejercía mucho poder sobre los habitantes de ese remoto lugar, tomándolo más como el jefe del pueblo que como un simple guía espiritual, causa también, de la gran devoción del alcalde, el señor Contreras, quien le permitía ejercer dicha posición libremente.

— Claro que sí arzobispo, — proseguía el padre Javier al teléfono. — Entendí perfectamente, lo llamo cuando vea indicios de progreso. — colgando el auricular, el padrecito Javier se dispuso a ir al ala central de la capilla, donde se encontraba rezando un rosario penitente don Prudencio, esposo de doña Ramona y dueño de un matadero.

— ¿Ya terminó el Rosario don Prudencio?—esperando con paciencia el padre a que Prudencio terminara de persignarse.

—Sí padrecito, ya terminé.

—Esta es la séptima vez que tiene que rezar como penitencia cinco rosarios don Prudencio, no es justo para su esposa. Doña Ramona es la mujer que dios dispuso para usted y una vez que el eterno adorado designa, ya no hay más nada que nosotros como humildes ovejas descarriadas que somos, podamos hacer. El creador nos hizo un camino y nadie se puede salir de él. Si uno se sale de él, implica quemarse en la hoguera del infierno como se lo está buscando usted don Prudencio. El pecado de lujuria es el más peligroso y condenado por dios, porque es el más tentador para el hombre, por eso uno tiene que ser fuerte ante la adversidad y rezar y rezar. — le dijo el saserdote levantando el dedo índice como un buen padre regañando a su hijo.

—Sí padrecito lo sé, sé que lo que está sucediendo con Violeta la viuda es indecoroso ante los ojos de dios.

— ¡Indecoroso no Prudencio! — dijo el padre Javier con vehemencia retumbando por la capilla. —Es un pecado. — y suspendiendo en seco todo discurso que le iba a caer al pobre de Prudencio, el padre Javier cambió de semblante, como las expresiones de los niños cuando ven un buen truco de magia, para divisar entrando por la puerta principal de la capilla a don Alejandro.

Don Alejandro, o, como se le conocía por todos los sitios, “el buen don Alejandro”, era un hombre de modales exquisitos, muy buen mozo y benevolente con los habitantes de cada pueblo que tenía que acudir. Nadie sabía dónde exactamente residía, de donde provenía su poderío económico, ni se sabía nada de su vida personal, él era así como enigmático, misterioso. Pero también era un hombre de ayudar hasta el más andrajoso y miserable ser viviente que se cruzara por su camino.

—Ahora ve Prudencio— le dijo el padre al afligido lujurioso— Ve, reza mucho y habla con tu esposa que en la conversación ante los oídos de dios está la salvación del matrimonio más endeble. — don Prudencio besándole el anillo en la mano del sacerdote de rubíes y oro, regalo del alcalde Contreras, se alejó, no sin antes saludar con toda pleitesía a don Alejandro que ya estaba cerca del padre Javier.

— ¡Don Alejandro!—vociferó el padre con verdadera reverencia— ¿qué lo trae el día de hoy por el pueblo?

— ¡Querido padre Javier!, que gusto verlo tan saludable y alegre el día de hoy.

— ¡Hay hijo mío!, yo solo soy un humilde servidor del santísimo dios, es motivo suficiente para estar alegre, a pesar de que estas ovejitas que él me hace acarrear cada día están más rebeldes.

—Si padre lo entiendo, es una ardua tarea, pero usted lo hace con mucho amor y por eso le voy a estar eternamente agradecido. —dijo don Alejandro con una sonrisa embelesadora que logró eclipsar los ojos del padre Javier.

—Usted siempre tan gentil don Alejandro, ¿en qué lo puedo ayudar?

—Sí padre, le traje esta ofrenda para la capilla y para usted. —sacando del bolsillo un gran mazo de dinero que los ojos del padre cambiaron de eclipsados a avariciosos, más rápido que el aletear de un colibrí.

— ¡Hay hijo mío! el agradecido eterno soy yo, dios bendiga su generosidad don Alejandro y se la multiplique. Hay tanto por hacer todavía — decía el padre agarrando el dinero y sin cambiar su expresión avara de los ojos —hay tantos niños que hay que darle ropa, zapatos, la leche por la mañana y a los envejecientes que cada vez se multiplican y están más abandonados. Gracias don Alejandro

—Por favor padre, es un honor y tome esto también —don Alejandro saca otro mazo de dinero de su otro bolsillo—es para ese par de mujeres que están abandonadas en las afueras del pueblo, no recuerdo bien sus nombres.

—Sí, se llaman Susantina y Andreina, esas mujeres sí que necesitan ayuda y más de Dios, yo siempre las pongo en todas mis plegarias para que me ilumine el poderosísimo y me dé la resolución de ese problema.

—Esas mujeres están muy abandonadas y no debería ser así.

—Sí don Alejandro, es que tienen muchos antecedentes... —el padre se quedó estupefacto cuando abruptamente don Alejandro le respondió.

—A mí no me interesan muchos los chismes padre, — dijo el buen Alejandro con ímpetu—a mí lo que me interesa es ayudar al prójimo sin juzgar.

—Tiene toda la razón querido hijo, a veces uno está con tantos problemas, por eso es por lo que yo rezo y rezo hasta sangrarme las rodillas y hago sacrificio para que todas mis ovejitas sean llevadas con bien al cielo, al lado del señor pero, no se preocupe don Alejandro, yo les voy a llevar el dinero completo.



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En el texto hay: drama, historias, lecciones de vida

Editado: 01.09.2020

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