CAPITULO IV
A corta distancia de la parte céntrica de la comunidad, se ubicaba el matadero, propiedad del matrimonio casi extinto de don Prudencio y doña Ramona. El nombre dantesco de ese lugar era para petrificar y horrorizar, hasta al más nuevo miembro de la comunidad protectora de animales.
En una entrada compusta por un par de altos postes de madera ya despintados, posaba un letrero que en algún remoto tiempo fue rojo, con la figura caricaturizada de un cerdo y de letras grandes deformes, semejante a la escritura de un niño comenzando a escribir, se encontraba triunfante y orgulloso el nombre del lugar."LA ANDORGA DESTRIPADA" y abajo, la siguiente escritura" Carne bobina y porcina de la mejor calidad". Dada la imagen del rótulo, en cualquier caso, era lo mismo que estuviese escrito," el infierno de los animales".
El predio constaba de varias fracciones en donde se disponían diferentes tipos de animales. En el sector derecho, se encontraba un gran número de ganado bobino pastando plácidamente como si la vida se le fuera en ello, sin más preocupación tal vez por ser inocentes de conocimiento, sin pensar siquiera que alguien les pudiera hacer algún tipo de daño, sin el instinto animal afinado a sabiendas de que, en cualquier momento, las vendrían a buscar para ser sacrificadas. El sosiego con el que deglutían su preciada grama era motivo de envidia para cualquier corredor de bolsa en Wall Street.
En el sector izquierdo, se encontraban la piara de cerdos en su respectiva porqueriza. El compartimento de los puercos se dividía en dos. En el ala derecha, se encontraba un gran número de ellos, revolcándose en el lodo, comiendo desmesuradamente el montón de vísceras y hasta huesos de otros animales, gruñendo y chillando en su punto más alto de felicidad. En el izquierdo, se encontraba otra gran piara de cerdos, amarrados en los cercos de madera que fronteriza el porquero. Cada uno tenía un tubo blanco en la boca, se les metía hasta lo más profundo de la garganta, filtrando así, comida proveniente de un inmenso tarro metálico lleno de comida licuada, en donde filtraba todo ese alimento directo al estómago del pobre animal, para hacerlo engordar velozmente. El sufrir de esos animales era indescriptible, no podían moverse por estar amarrado fuertemente al madero, sin poder mover su boca ya que estaba atada con un trozo de tela blanco, con el fin de que el animal no pudiera abrir la boca y evitar que escapara alguna gota del líquido, con los ojos cerrados de dolor, al no poder aguantar ni una pizca más de ese comestible. Sintiéndose explotar, algunos defecándose, esa materia fecal líquida marrón verdosa, moviendo sus patas traseras cada vez que les venía ese retortijón, esa punzada de dolor en su vientre hinchado, preludio del destino casi inmediato que les esperaba.
Atrás de las cochiqueras se encontraba la manada de perros guardianes, según decía don Prudencio. El estado calamitoso de esos perros no se podría describir en insípidas palabras. Algunos de ellos estaban escuálidos, con sus patas agusanadas de las cientos de heridas que tenían en ellas, otros estaban desmembrados, ojos, colas, orejas, como si se las hubieran arrancado de un gran tirón, de un solo corte, perros sin patas delanteras arrastrándose solo con el torso, perros sin patas traseras caminando, por decirlo así, con las patas delanteras, unos estaban quemados hasta los huesos, porque en ese lugar así era el castigo, se les tiraba un balde de agua hirviendo, quemando así, hasta la última fibra de piel, provocándoles llantos y gritos de dolor cada vez que los quemaban, que podía deshelar cualquier corazón del ser más frio en el planeta.
En la parte central del predio, se encontraba la gran casa ruinosa de don Prudencio y doña Ramona y atrás a muy larga distancia, el matadero.
El matadero del ganado estaba fundamentado, en una gran estructura de madera despintada, donde entraban las vacas en fila, pasando por todo un corral simulando un laberinto, hasta llegar al área del mazo de madera robusta, colgado en una parte superior y agarrado por un sistema de alambres y resortes puestos a presión que hacían que al soltarlo el mazo bajara con más velocidad y potencia. Allí trabajaban Braulio el jefe y dos mozuelos, Martin y Jorge.
Braulio que se encontraba recuperándose de su mano derecha, a causa de una fuerte mordida que le propicio un cerdo en el momento de abrirlo. Mordida que le costó el dedo índice y el anular, era el encargado de activar el mazo cada vez que la vaca estuviera en la posición correcta. Martin y Jorge realizaban la tarea de arrastrar el animal una vez muerto. El vacuno sacrificado caía en una plancha de madera solida, la misma es arrastrada por dos cuerdas una en cada extremo de la tabla, trabajo que hacían los dos mozuelos al unísono, para mantener el equilibrio del trozo de madera y ayudado con una cuerda central manejada por la activación de una polea, arrastraban el animal hasta la pila de cuerpos que se encontraba en la parte posterior del matadero de vacuno.
— ¿De cuántos golpes se muere esta? —gritó Braulio divertido a los jóvenes.
—Ella está alterada, está se muere en dos—dijo risueño Martin.
— ¿Y tú Jorge?, ¿en cuántos? —preguntó Braulio, sabiendo la incomodidad de Jorge por trabajar en ese lugar.
—No sé, Martin tiene razón, está alterada. —miró al vacuno detenidamente y afirmando con la cabeza con cara de desinterés dijo—Sí, en dos puede ser.
La desesperación de la pobre vaca se podía ver a mucha distancia, meneando la cabeza de lado a lado, rumiando, sabiendo que no tenía escapatoria, no pudo hacer más que mirar a Braulio que estaba a punto de activar el mazo, mirándolo fijo, con súplica, con ruego, no se dio cuenta de que el mazo ya había sido activado y con toda la fuerza cayó en su ojo izquierdo.
— ¡Yo sabía!, ¡yo sabía que no se iba a morir de primera! —Entre gritos y risas bullían las palabras de Martin, al ver al animal tambaleándose con el lado izquierdo ensangrentado, la hemorragia en el hocico caía a raudales, el animal, levantó lo más que pudo la cabeza y con el ojo derecho semiabierto, mirando en su casi inconsciencia una vez más a Braulio, implorando, ya sea para que se detenga, o, ya sea para que termine, el mazo bajo una vez más y el martirio principal terminó, entre gritos de Braulio y Martin y el murmuro inaudible de Jorge que no paraba de decir.