CAPTULO V
Violeta la viuda, así le apodaron, Violeta la viuda, así la proclamaron, Violeta la viuda, así la inhumaron en vida. Eso es lo que Violeta pensó durante largos días, meses, años, estación tras estación, otoño, verano, no importaba, sabía que la habían enterrado viva. Desde que murió su esposo, un hombre apostador y alcohólico, visitante fiel de todo burdel lejos de los predios, agresivo e iracundo. Fue por culpa de esos antecedentes que le provocaron la muerte una noche fuera de la ciudad, lo encontraron tirado y desnudo con las manos atadas y la boca amordazada, había sido arrastrado por el empedrado de alguna remota callejuela hasta provocarle la muerte. Cuando Roberto falleció, para ser sincera consigo misma no supo que sentir, hasta tiempo después, una mañana al despertarse, en ese momento matutino que uno no recuerda bien las cosas, visualizó que tenía que levantarse a limpiar las montañas de vómito, típicas de su esposo después de una noche de juerga, levantarlo a él del piso, así le costara volver a dañar su ya maltrecha espalda, consecuencia de una fuerte lanzada contra la pared que le propinó Roberto una de esas tantas noches. Cuando de repente Violeta volvió en sí y se dio cuenta de que ya el no estaba, así como tampoco los vómitos, ni los golpes, ni los gritos, no, el ya no estaba, se había muerto, ella lo había velado, ella lo había enterrado. Ella ya era libre. Su rostro se llenó de vida cuando se dio cuenta, su sonrisa floreció en sus labios cual jazmín flórese en primavera. Esa mañana ella fue feliz.
Violeta tenía los cabellos largos y rizados, una cara de facciones gentiles y armoniosas y unos ojos grandes azules. Se podría decir que para las barbaries físicas de los pueblerinos era muy bonita. Provenía de una familia pobre, al límite de la miseria, pero muy afectuosos. Las necesidades económicas la obligaron a trabajar a muy corta edad, vendiendo naranjas y alguna otra fruta que el padre podía hurtar de alguna finca lejos del poblado. Pero ese trabajo le dio experiencia suficiente para que en el momento dado, cuando el dueño del único establecimiento donde se vendían frutas y verduras en la localidad necesitó ayuda, ella solicitó ese empleo. Nunca pudo olvidar ese momento cuando le dieron el trabajo, ya no iba a estar por las calles con la canasta de frutas que, para su menudo cuerpo era casi imposible de cargar. Estaría ahora en un local, siendo la empleada de aquel hombre, sintiendo en ese instante que le estaría agradecida por el resto de su vida. Ese hombre tan amable que le brindó el trabajo, que le explicó lo que tenía que realizar con cariño, que le dio una vestimenta adecuada y unos zapatos cómodos para trabajar, ese hombre que la miraba con ternura y se reía con ella de sus errores, ese hombre alto y flaco llamado, Roberto.
Estando una mañana arreglando el cajón de manzana frescas, ahora no como empleada, ni como esposa fiel de Roberto, si no como dueña y señora del lugar, ya que con la muerte de su esposo heredo la pequeña casa y el negocio. Sonriente y tarareando su canción favorita sabiéndose observada por doña Constantina, que poseía la tienda de abarrotes nexo al suyo, no vio que inequívocamente con su cadera, tiró todo el cajón de limones que corrieron cuesta debajo de las empolvadas calles, forzándola a salir apresurada tras ellos. Uno de esos traviesos limones fue a dar justo a los pies del desgarbado don Prudencio, dueño del matadero, que iba justo a la tienda de abarrotes de doña Constantina. Cuando ella miró la sonrisa que le brindó don Prudencio al ver su cara rojiza y sudada por la carrera casi maratónica con los limones, sintió que su estómago le daba un vuelco, no supo hasta tiempo después la razón de ese sentir, dado que conocía hace bastante tiempo a don Prudencio y a su esposa, doña Ramona, pero se sintió viva con tan solo esa pequeña reacción estomacal, como si esa sensación la hubiese estado deseando sentir una vez más, algo que borró de su mente ipso facto al reaccionar y darse cuenta que algunos limones seguían su carrera cuesta abajo.
— ¡Ah! —exclamó Violeta al ver los limones alejarse y emprender la corrida junto a don Prudencio que la seguía para tratar de agarrarlos.
— ¡Violeta estos limones tienen vida! —se quejaba riendo Prudencio al ver que los cítricos por más que los agarraba se le caían de las manos.
— ¡No quieren ser exprimidos! — bromeó Violeta viendo la misma situación en sus manos.
Una vez lograron domar los limones, se dirigieron a la tienda donde colocaron a los imprudentes cítricos dentro de su cajón. Una vez terminada dicha tarea Violeta se quedó mirando a Prudencio. Prudencio no era un príncipe azul, más bien parecía un cavernícola, de estatura baja, pelo enroscado y más largo de lo que se pudiera permitir, ojos color petróleo, cejas prominentes, nariz hinchada con algunas verrugas color piel y un cuerpo sin talla alguna. No, el no era un príncipe azul, pero había algo en el que no había visto antes.
— ¿Apetece un café don Prudencio? —violeta se asombró cuando escuchó esas palabras que habían salido de su boca. Como era posible que su mente estuviera comportándose como los limones. Y más fue su sorpresa, cuando don Prudencio miró aún sonriendo y asintió con la cabeza.
Entraron a la reducida cocina decorada sin presupuesto, aunque con dulzura. Todo se percibía más pequeño de lo normal, demasiado sofocante para el sentir de Violeta en esos momentos que no se acababa de responder en sus adentros, ¿por qué había invitado a Prudencio?, mientras le servía café recién colado en una de sus tazas favoritas y olvidando rápidamente la dura discusión que tuvo con Roberto por comprar ese pequeño detalle.
— ¿Cómo está todo Violeta? —Prudencio la sacó de su pensar sorprendiéndola una vez más.
—Bien. —respondió tímidamente Violeta.
— ¿Cómo está tu familia? — preguntó Prudencio petrificando a Violeta que abrió grande los ojos al darse cuenta que le estaba haciendo una pregunta que nunca le habían hecho. Una pregunta tan simple que no había escuchado pronunciar ni por el que compartió su lecho por tantos años.