CAPITULO XIV
El padrecito Javier despertó vestido en su cama. No recordaba quien lo había traído y depositado en la misma. Rogó mientras se levantaba para que el alcohol no lo haya convertido en un bocaza y haya abierto la boca de más. No, no se sabía tan estúpido.
El dolor de cabeza era intenso y el malestar lo superaba. Cuando vio el reloj casi le dio un síncope, la misa dominical no se había llevado a cabo. ¿Cómo era posible que algo así hubiera sucedido? Se fue a bañar rápidamente preguntándose qué iba a hacer ahora y respondiese, “la misa se tiene que llevar a cabo a como de lugar”. Cuando se estaba dando los últimos retoques a su aspecto personal vio en el pequeño espejo un forúnculo rojizo e infectado en el lado derecho de su cara. Como es habitual en todo ser humano, lo intentó sacar apretando fuertemente a lo que emanó una especie de pus acuoso, pero lo que más le llamó la atención, fue el olor que emanaba de esa infección. Se revisó de pies a cabeza y al ver que no tenía rastro de otro le restó importancia y se dirigió frenéticamente a tocar las campanas de primer aviso.
La población se levantó con el mismo malestar que el sacerdote, achacándolo de inmediato al exceso de bebida y comida de la noche anterior. Ya no guardaban nada de la alegría y felicidad del día previo. Nadie se sentía con ganas de sonreír, muy por el contrario, se levantaron unánimemente como todos los días, desganados y corrompidos con la vida.
Todos después de un tiempo con el mismo desgane, fueron llegando a la iglesia. Todos se sentaron con la misma parsimonia, sin saludar a nadie como si la noche anterior no hubiera existido, como si hubiera sido un sueño de algún demente que se le ocurrió soñar justo con fiesta. Pero había algo más, la gente comenzó a notar el hecho de que la gran mayoría de personas tenía pústulas hinchadas, como si en cualquier momento quisieran estallar. Abscesos de diferentes tamaños que al fin hicieron generar un leve rumor dentro de la iglesia que terminó convirtiéndose en un pulular de preguntas e incógnitas que hicieron que el padre Javier saliera rápido de la sacristía. Viendo a la gente como ganado asustado, el padre se alteró.
— ¿Pero qué es lo que está pasando aquí? Tranquilícense por favor, silencio. —la gente no se calmaba obligando a gritar al padre. — ¡Esta es la casa de Dios, respétenla por favor!
El silencio se apoderó de la iglesia inmediatamente.
— ¿Qué es lo que está pasando?, hablen de a uno. Haber doña Constantina, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que los puso tan alterados en la casa de dios?
—Padrecito Javier, es que todos no dimos cuenta cuando nos miramos, que tenemos pequeñas ampollas y el señor Braulio nos dijo que cuando trató de exprimirla, le salió pus con olor desagradable.
—Padre puede ser que esto sea... —dijo el alcalde con los ojos preocupados.
—Para empezar, tranquilícense... Respiren hondo... Ahora, si están pensando en el virus del pueblo lejano, sáquense ya esa idea de la cabeza, eso es imposible, yo personalmente les dejé saber a todos que eso estaba bajo control, sin posibilidad de expandirse dado que las autoridades atacaron el foco que produjo ese virus, como también les explique que ese virus, provenía del agua contaminada de esa región y solo se esparció a otros sitios por aquellas personas que estuvieron en el pueblo y consumieron algo de allí. Nadie en este pueblo fue hasta allí, nadie pudo traer nada contaminado de allí. Entonces, esto tiene que tener alguna otra explicación.
— ¡Padre, padre!... —gritó una de las vecinas de la localidad. — ¡Me acabó de salir una ampolla en el brazo, yo no tenía esta!
—Padre mire mis manos, se empezaron a llenar de ellas.
—Padre mire mi cara, mire mi cara.
— ¡Tranquilícense! — gritó el padre comenzándose a preocupar ya que cuando levanto las manos para acallar a la gente, se encontró dos forúnculos que no estaban. —Por favor, por favor, los que tienen ampollas encamínense para el hospitalillo de inmediato. —la gente comenzó a irse como estampida, a lo que el padre tuvo que ir hacia la puerta y gritar— ¡Con calma!, ¡con calma!, vamos a ir todos los que tengan pústulas.
—Todos padre, todos tenemos, mire mis piernas. —Doña Clementina se levantó la falda hasta las rodillas y todos pudieron ver por primera vez, sus grandes ramilletes de várices violetas e inflamadas, además también, de las ampollas que se empezaron a establecer unas al lado de otras.
— ¡Dios todo poderoso, perdona nuestras ofensas! —dijo el padre cayendo en cuenta que eso era el más temido virus que sus oídos podían haber escuchado y ahora estaba viendo. Porque efectivamente, eso que estaba mirando, era el virus mortal. ¿Pero cómo?, se preguntó el padre, ¿cómo llegó hasta aquí?
—Padrecito.... padrecito ¿qué hacemos? ¿Este es el virus que mató a todo aquel pueblo? ¿es este?
—Sí hijos míos. — dijo el padre mirando la cara de todo el que pudo mirar a su alrededor. Viendo que cada vez la gente tenía más ampollas.
—Padre, ¿usted me está diciendo?..., no, ¿usted nos está diciendo que nos vamos a morir? ¿eso es lo que quiere decir? — habló el alcalde estupefacto a un padre que se quedó en silencio hasta que tragó en seco y logró decir.
—Vayan a sus casas hijos y recen, recen por un milagro.
Como muertos vivientes la gente se fué esparciendo lentamente con la mente en blanco, dándose cuenta de que simplemente se iban a morir, no había nada que hacer, la muerte era inminente. Ya no había tiempo. La gente llegando a sus casas con el cuerpo con más del treinta por ciento tomado, no sabían que pensar, ni que decir, ni que hacer, mucho menos que sentir, solo quedaba abrasarse del ser amado y esperar, esperar la muerte.
Y la pregunta empezó a correr las solitarias calles del pueblo, se metía y salía de las ventanas de cada casa, la duda se hizo clamor en llanto silencioso, a horas del peor desenlace en la vida de un ser humano todo se convirtió en una interrogacion comunal ¿valió la pena a ver vivido así?