Un pitido lejano. Luces rojas y azules destellan contra mis párpados.
«¿O son los faros de un coche? No, son las sirenas»
Me levanto como un autómata, con cada músculo protestando. El mundo gira. Le toco el hombro y la sacudo con una suavidad que no siento.
—Despierta… por favor, no te vayas. Tienes que volver —susurro, agarrando sus hombros con más fuerza de la que debería. Está fría.
Veo borroso. Los gritos y las sirenas son un muro de sonido lejano, como si estuviera bajo el agua.
—No me puedes dejar —suplico, y esta vez la voz se me quiebra—. No ahora. No después de todo.
Un par de manos me la arrancan de los brazos. Paramédicos. Sus voces son instrucciones sordas que mi cerebro se niega a procesar. ¿Por qué no entienden? Otros dos brazos me apartan de ella, y entonces lo veo todo rojo.
No. No puede ser. No a ella.
«¡No le gusta que la toquen!» intento gritar, pero solo me sale un ronquido. Forcejeo, pero no me sueltan. La suciedad de su ropa mancha la mía. El olor a humo y gasolina me quema los pulmones, pero es nada comparado con el vacío que se abre en el pecho.
Tengo que llegar a ella. Se asustará si no estoy allí. Se asustará y no podré calmarla.
Editado: 15.11.2025