Ladrona de sonrisas

Él

 

Vacío, su palabra favorita desde que descubrió que nada podría llenar sus horas de ocio como aquello que taladraba su pecho con cada segundo malgastado. Prefería mantenerse ocupado en su trabajo, estresado por informes por entregar y metas que cumplir, prefería la comodidad de un cronograma de trabajo y los mandatos de un jefe autoritario, fingir que al menos por ocho horas, lo único importante en su vida era conservar una estabilidad laboral, conseguir el dinero necesario para pagar las deudas que había acumulado desde que puso un pie fuera de la secundaria. Primero había sido el préstamo universitario, luego el crédito del posgrado (que parecía nunca acabar), el crédito del automóvil modelo 2015 que había conseguido a precio de un 2010 a cambio de unos cuantos favores, la cuota del modesto apartamento a las afueras de la ciudad que le tomaría 20 años finalmente llamarlo suyo y el cual le había robado dos horas de su existencia cada día para ir y volver del trabajo y, por supuesto los gastos fijos de cualquier pobre diablo que tenía el cinismo suficiente para llamarse humano.

Prefería esas ocho horas, en las que era alguien normal, un hombre promedio de mediana edad con responsabilidades y obligaciones que muchos llamarían importantes, pero que para él solo eran la distracción momentánea para las restantes 10 horas de plena conciencia, de miserable existencia, de estar medio vivo o medio muerto, dependiendo del lado de la cama por el que se había despertado. Solo, en las horas que la vida se empeñaba en obsequiarle como un castigo a su cobardía u obstinación (no sabía bien cuál de las dos palabras definía mejor la situación), se empeñaba como un loco, demasiado cuerdo para el caos existencial en el que permanecía sumido, a formular preguntas que nadie había sido capaz de responder, cuestionaba principalmente su salud mental, otras veces las salud mental de los que a diario lo rodeaban, miles de horas desperdiciadas preguntándose una y otra vez ¿qué diablos hacía ahí?... sabiendo de antemano que su "ahí" era casi tan confuso como el resto de preguntas que se enredaban en su mente como la hiedra venenosa al tronco de un árbol sano.

"La vida" (y la ironía lo hacía sonreír como maniático cada vez que usaba aquella insulsa y a la vez aterradora palabra para describir la rutina desoladora en la que estaba envuelto desde el momento en que nació), le había dado pequeñas, pero bastante claras muestras de que aquellos pensamientos que ocupaban gran parte de su tiempo serían considerados inapropiados y hasta peligrosos en una sociedad colmada de apariencias y falsa felicidad (¿o acaso era real?). Por ello, aprendió que era más fácil fingir encajar en aquel modelo de perfección impuesta por normas de antaño que jamás tendrían validez dentro de su caos interno, aprendió a mostrarse igual de patético que el resto y a odiarlos en secreto, a decir una y mil veces la misma mentira, que estaba vivo, cuando lo único que hacía desde que el sol salía hasta que la noche terminaba, era sobrevivir paupérrimamente.

Para todos los que creían conocerle, y especialmente para su madre, él era un hombre de brillante futuro y un coeficiente intelectual por encima del promedio que a sus 27 años había conseguido lo que muchos aún después de los 50 no serían capaces de lograr, un hombre que estaba demasiado ocupado persiguiendo una carrera como para pensar en una relación estable, y porque no según su madre, una familia perfecta de dos niños perfectos y una niña amorosa que lo hiciera sacar canas verdes y le borrara del rostro esa seriedad que lo caracterizaba. Un hombre que no significaba nada para él, un espejismo que había construido para evitar mostrar el rostro desfigurado de su oscura realidad.

Fingir, sin embargo, por momentos resultaba agotador, apabullante y demasiado doloroso cuando solo estaba él para verse en el espejo de su alma, eran esos momentos los que intentaba en vano evitar, escondiéndose en el trabajo que llevaba a casa para ocupar la mente en otra cosa, trabajo que prolongaba más de la cuenta con tal de no pensar; en reuniones con "amigos" que seguramente huirían al darse cuenta de la profundidad de su oscuridad (o peor aún, que lo verían con lastima al saberlo tan frágil); en sexo ocasional que carecía de sentido alguno y que solo podía otorgarle unos cuantos minutos de placer atorrante que se desvanecía al igual que la compañía, tan cambiante como los condones que utilizaba semana a semana. Momentos temidos y anhelados en iguales proporciones (como el condenado que se enamora de su verdugo), que lo hacían imaginar ser capaz de pulsar el interruptor que lo hacía mantener cautivo de una mentira, y que lograban hacerlo sentir la adrenalina que solo puede sentir aquel que no tiene ya nada que perder, momentos que poco a poco lo orillaron a ver en la muerte un dios bondadoso que permanecía con los brazos abiertos hacia él esperando paciente el inminente final de una vida sin sentido, pero era lo suficientemente listo para darse cuenta, que aquello era solo un juego para aquel dios, el cual no ofrecía nada diferente a la incertidumbre de no saber que había tras aquella puerta de la que tenía hace años la llave. ¿y si no había nada más tras esta?... o peor aún ¿y si había algo peor que el infierno en vida que se empeñaba obstinadamente en mantener?



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En el texto hay: miedo, filosofia, amistad

Editado: 14.05.2018

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