El mundo, antes de la Era del Olvido, vibraba con la luz de una Divinidad tangible. Los mortales conocían el sonido de los dioses y la paz era un regalo constante del Olimpo, donde Zeus, el Padre de todo, había asentado a sus cuatro hijas principales en los pilares geográficos de la Tierra. A cada una les había obsequiado un reino propio y el derecho a ser venerada, estableciendo así el equilibrio del cosmos. Y en cada templo, se cultivaba la extraña y poderosa fe que creaba a los protectores de las diosas: los Caballeros, conocidos en el éter como los Amantes.
I. El Dominio del Norte: Marina
En el punto más septentrional, donde el sol apenas se atrevía a asomar en los meses de invierno, se extendían los Mares del Norte, el reino gélido y cristalino de Marina, la Diosa del Agua.
Su templo no era de mármol, sino de coral blanquecino y hielo marino. Estaba sumergido en las profundidades, y desde sus grandes ventanales, Marina observaba el fluir eterno de las corrientes. Su vida era una sinfonía de calma y movimiento constante: trazaba rutas de navegación para los marineros, regulaba las mareas y se sumergía en sus vastas bibliotecas de pergaminos empapados que detallaban el saber de los abismos. Entre las bioluminiscencias y el silencio azul, sus dos Caballeros, Kairo y Finn, custodiaban el perímetro, sintiendo la inmensidad del océano en sus propios corazones. Marina era la base de todo conocimiento, tan profunda y misteriosa como el abismo.
II. La Eterna Primavera del Este: Gala
Hacia el Este, donde el sol nacía y bañaba de oro el mundo, se alzaban las Montañas del Este, el reino de musgo y roca de Gala, la Diosa de la Tierra.
Su templo era un santuario viviente, tallado directamente en la piedra más antigua, con jardines que florecían en sus paredes y cascadas que caían desde su techo. Gala, la más sabia y dulce de las hermanas, pasaba sus días tejiendo la vida: curando el suelo, susurrando a las raíces de los árboles centenarios y creando nuevos patrones de diseño en el manto terrestre. Los mortales acudían a sus laderas en busca de curación y consejo, siempre encontrando la paz que irradiaba de la joven diosa. Sus Caballeros, Kai y Rhys, no solo la protegían, sino que ayudaban a catalogar la infinita biodiversidad de su reino.
III. El Corazón Ardiente del Sur: Ignia
En las tierras del Sur, donde la tierra se abría en herida, se encontraban los Volcanes del Sur, el dominio de ceniza y magma de Ignia, la Diosa del Fuego.
Su templo se encontraba en la caldera de un volcán extinto, un lugar de basalto negro y vetas de oro fundido, donde el aire era espeso con el aroma del azufre. La vida de Ignia era pasión y acción; su energía era el motor de la tierra, y a menudo se la veía cabalgando criaturas de obsidiana sobre los ríos de lava, manteniendo el fuego interior del planeta bajo control. Aunque su reino era intimidante, su esencia era la de la libertad y el coraje. Sus dos Caballeros, Zeo y Orion, entrenaban en la arena volcánica, templando su lealtad al calor extremo, listos para cualquier batalla.
IV. Los Cielos Impetuosos del Oeste: Aura
Por último, en el Oeste, donde los vientos silbaban y se reunían las nubes de tormenta, se extendían los Cielos del Oeste, el reino azul y etéreo de Aura, la Diosa del Aire.
Su templo era una ciudadela flotante, construida con cristal y niebla densa, anclada en la troposfera. Aura vivía en movimiento constante, viajando en carros tirados por grifos o deslizándose sobre el viento. Su existencia era un equilibrio entre la calma estratégica de las alturas y la velocidad desenfrenada de las tormentas. Desde allí, observaba la historia del mundo mortal, registrando cada suceso y cada gran hazaña. Sus Caballeros, Aethel y Zephyr, la asistían en sus movimientos rápidos, siendo tan elegantes y rápidos como las ráfagas que gobernaban.