Las adversidades de Sara y su fortuna

Amaneciendo fuera de casa

Pasó una semana desde aquella vez que el señor Julien me besó, misma semana en la que anduve evadiendo a mi jefe, excepto cuando me veía obligada a hablarle por asuntos de trabajo. En ocasiones, el señor Julien trataba de acercarse, pero sabía que yo lo evitaba desde ese día. No sé por qué, pero todavía sentía vergüenza por aquel beso.  

Un poco antes de la hora universal, el teléfono de mi escritorio sonó. El señor Julien me ordenó ir a su oficina urgentemente. Como escuché que hablaba muy serio, no dudé en ponerme de pie en cuanto colgué. Lo curioso de todo es que, para cuando quise llamar a su puerta, mi jefe la abrió y me ordenó entrar. 

—Hola, Sara —dijo mientras cerraba la puerta —siéntate, por favor. 

Sin decir nada, caminé hasta el sillón y tomé asiento. Sentí la necesidad de cruzarme de brazos y piernas como si tratara de protegerme a mí misma. 

—Veo que has estado evitándome estos días y eso me pone muy triste —se arrodilló en frente de mí —solo me hablas si es sobre algo laboral, de lo contrario, ya ni me miras. ¿Es por el beso? ¿Es eso? 

A lo que respondí —Señor, lo mejor es que mantengamos la distancia. Esto no está bien y no quiero que nos veamos involucrados en problemas por un capricho suyo.

—¿Capricho? ¿Le llamas a esto “capricho”? —preguntó levemente enojado.

—¿De qué otro modo podría llamarle? Es obvio que usted lo hace para distraerse y olvidar a su ex prometida. 

Esas palabras me pesaron, pues mi jefe se puso de pie y salvajemente tiró de mí haciendo que me levantara y chocara con su cuerpo. Allí estaba yo, una vez más entre sus brazos y su rostro a poco centímetros del mío. Sentí sus cálidas manos subir por mi espalda y con mucha suavidad haciendo que mi piel comenzara a erizarse. Intenté soltarme, pero no lo conseguí. En ese instante me besó otra vez.

—Sé que tienes miedo, por eso quiero que sepas que no tengo intenciones de hacerte daño.

—¿Qué quiere de mí? —pregunté.

—Tu amistad.

—¿Dejará de besarme si acepto? 

—¡Cuenta con ello! —susurró a mi oído —pero no dejaré de abrazarte. Así que más vale que te acostumbres a ello. ¿Entendido? 

—¡Está bien! Aceptaré con esa condición. No más besos si vamos a ser amigos —manifesté —pero si usted llega a fallar, automáticamente la amistad se acaba. 

Me causó gracia el rostros de mi jefe, aunque claramente tuve que aguantar la risa para no quitarle la seriedad al momento. 

—Me parece bien —dijo con algo de picardía —te propongo algo, Cada vez que me trates formalmente, te robaré un beso. Te salvarás solo si me tuteas como te lo he pedido. 

«¡Ay! Qué complicado es negociar con este hombre», pensé y luego dije —está bien, señor Julien. ¡Trato hecho! Acepto su propuesta sin problema. 

Vaya que fui una tonta, lo traté de “usted” y sin darme cuenta, nuevamente sus labios devoraban a los míos.

—Para dar comienzo a nuestra amistad, te invito a cenar a mi casa esta noche. ¿Te parece? 

—¿No se molestará su familia? 

—Vivo solo, Sara —dijo muerto de risa —además, tengo treinta y un años de edad. ¿Por qué mi familia se molestaría si te invito a cenar? 

A lo que respondí —Es que ustedes los de clase alta son muy…

Nuevamente me besó —silencio, Sara. Yo no soy como los demás, creo que eso ya lo sabes. Los Barthel somos caso aparte, no te preocupes. 

—¿Y el beso? —dije sorprendida cambiando el tema. 

—Otra vez me trataste con formalidad. 

—Esto será difícil, ya me acostumbré —dije —¡Okay! ¡Julien! Aceptaré tu invitación. —Me sentí muy extraña tuteando a mi jefe, fue complicado. 

Las horas corrían, y el reloj estaba por marcar las cinco en punto. Regresé a casa, pero antes llegué a la dulcería a comprar algunas golosinas para la señora Bárbara y la pequeña Selma. Al llegar al edificio de apartamentos, tomé el elevador en donde por casualidad me encontré con mi vecina más joven. 

—¡Sara! —dijo la pequeña Selma muy emocionada —¿Cómo has estado?

—¡De maravilla! —respondí —¡Mira! Compré esto para tí y tu abuela. Por cierto, pasaré la noche fuera de casa.

—¡Interesante! —dijo la joven mientras recibía las golosinas —¿Irás a una pijamada? 

—No, será una cena —expliqué —con Julien Barthel. 

—¿Bromeas? —Selma estaba más emocionada que yo —¡Qué afortunada! Una cena con el más guapo de los Barthel. ¿Y cómo te sientes? 

A lo que respondí —Muy nerviosa, cenaré con mi jefe. 

—Sería muy bonito verlos juntos en el futuro. Si llegaran a casarse, ¿Podría ser yo la dama de honor? 

Reí hasta más no poder —¿Qué tonterías dices, Selma? 

La pequeña Selma también comenzó a reír. Llegamos a nuestro piso y salimos muertas de risa bajo la mirada de quienes esperaban el elevador. Acto seguido, cada una entró a su departamento y hasta ahí llegó la risa. Yo era amante del sentido del humor de Selma, era la alegría hecha carne y por eso, todos en el edificio la adoraban. 




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