Las aristas del amor

Dora 1

Dora 1

—Buenos días, me llamo Dora y hoy voy a impartirles un taller sobre cómo hacer joyas de abalorios. Todos ustedes tienen los kits básicos. Empezaremos con tareas muy sencillas que después iremos complicando. Ahora podrán hacerse unas pulseritas pequeñas —Dora tomó aire y se topó con la mirada de un niño que, sentado en la esquina más alejada de la sala, sostenía con desagrado el kit de abalorios—. ¡Y también, para quien no esté interesado en las joyas, haremos un pequeño juguete curioso! Por ejemplo, un perrito, un gatito… o incluso un cochecito.

Dora notó el suspiro de alivio del niño y, en su interior, también suspiró aliviada. Claro, ¿qué chico se entusiasma por hacer pulseras? Los animalitos o cochecitos de abalorios serían una alternativa perfecta para ellos.

Trabajaba en la casa de la cultura local y a menudo iba a impartir talleres a escuelas, fiestas de cumpleaños y otros eventos o festivales. El arte con abalorios no era una afición demasiado popular, pero tampoco se olvidaba por completo. Al fin y al cabo, la motricidad fina es fundamental para los niños. Últimamente, sin embargo, el mercado estaba invadido por clubes de construcción de figuras, castillos, aviones y muñecas con Lego y otros tipos de bloques, pero los abalorios tenían su encanto especial. Las niñas, seguro, se engancharían.

Dora caminaba entre las mesas ayudando a los niños a ensartar las cuentas, a unos les daba consejos, a otros los elogiaba… pero su mente estaba en las nubes.

¡Hoy tenía una cita! Y no con cualquiera, sino con el chico de sus sueños: Artem. No se veían desde hacía mucho. En el instituto había estado perdidamente enamorada de aquel último curso al que seguían muchas chicas. Alto, esbelto, con un peinado elegante y unos grandes ojos castaños… ya entonces practicaba natación a nivel profesional, resolvía complicadísimos problemas de matemáticas como si fueran un juego y citaba a Vasyl Symonenko. No era un chico, ¡era un sueño! Por supuesto, salía con la chica más guapa del colegio, Valka Odud, que miraba a todos por encima del hombro paseando por los pasillos del brazo de Artem. Dora, en aquella época, lo observaba en secreto y lo celaba con tal intensidad que llegaba a sentir un nudo en la garganta. Soñaba, fantaseaba… Todos sus diarios y las últimas páginas de sus cuadernos estaban llenos de sus iniciales: A.V. —Artem Voytenko—.

Después terminó la escuela, ingresó en la Politécnica y aquella primera pasión adolescente quedó atrás, aunque de vez en cuando regresaba a su memoria. Nunca pudo salir con sus compañeros de universidad ni con otros chicos que le mostraban interés, porque inevitablemente los comparaba con la imagen idealizada de Artem, grabada en su corazón quizá para siempre.

Era un problema. Su mejor amiga, Svitlana, se lo repetía a menudo:

—Dorita, o lo sacas de tu cabeza y empiezas a relacionarte con hombres de verdad, o te vas a quedar atrapada en el pasado, soñando con el príncipe Artem… y no te aseguro que te cases nunca.

No es que Dora tuviera una urgencia por casarse, en absoluto, pero todas sus amigas y conocidas ya tenían familia e hijos, algunas incluso se habían divorciado y vuelto a casar… y ella seguía «en el mercado», como decía su madre.

Y entonces, ayer, viajando en el metro, sintió una mirada fija sobre ella. Lo sintió físicamente. Y, díganme, ¿cómo no creer en los milagros después de esto? Se giró casi sin querer… y lo vio. Artem. Apoyado contra la puerta —donde pone «no recargarse»—, mirándola directamente. Luego asintió y empezó a abrirse paso entre la multitud. Había mucha gente, pero consiguió llegar hasta ella y, deteniéndose a su lado, preguntó:

—Dora, ¿eres tú? Pensaba: ¿es o no es? Hola.

—Hola… —susurró ella, sonrojándose.

Siempre se sonrojaba por cualquier cosa; era un rasgo molesto que no podía controlar: su cuerpo no obedecía a la razón.

—¿Cómo estás? —preguntó Artem—. Hace siglos que no nos vemos.

Era cierto: habían pasado cinco años desde la graduación. Dora había terminado sus estudios, pero sin encontrar trabajo en su campo, empezó a trabajar temporalmente en la biblioteca local, y en paralelo dirigía talleres en la casa de la cultura. Poco después, comenzó a dar clases de abalorios, porque siempre había amado esa afición. De eso le habló al chico, tartamudeando y poniéndose colorada una y otra vez.

—¿Y tú? —preguntó ella, alzando la vista hacia él. Artem le sacaba casi una cabeza de altura y, desde la última vez que lo vio en la graduación, no solo parecía haber crecido, sino que se había convertido en un hombre aún más atractivo.

—Trabajo como programador en una conocida corporación, me va muy bien, incluso me hice copropietario hace poco… Poco a poco. ¿Y no te has casado? —preguntó de pronto.

—No, por ahora estoy centrada en mi carrera —respondió Dora con la frase que siempre tenía preparada para ese tipo de preguntas.

—Eso está bien —dijo él, con satisfacción.

Ella no entendió qué tenía de bueno, pero en ese momento el metro llegó a la estación «Nivki» y Artem anunció que se bajaba.

—Llámame esta noche. Salgamos a algún sitio, a una cafetería, y hablamos de viejos tiempos —dijo rápidamente mientras se acercaba a la puerta, pues el tren ya frenaba—. Tengo el mismo número que en el colegio, ¿lo guardaste?




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