Las aristas del amor

Dora 3

Dora 3

Era ya bastante tarde, pasada la medianoche, cuando todos se dispersaron hacia sus habitaciones. En la casa no había electricidad, así que Slavko repartió una vela a cada uno, advirtiéndoles que tuvieran cuidado para no provocar un incendio.

Dora subió al segundo piso junto con Oleg y Marina, cuya habitación estaba justo al lado de la suya. Slavko y Olya se habían instalado en la sala del primer piso, mientras que Artem había subido al ático por una escalera de caracol de hierro. Resultó que allí, bajo aquella cúpula que a Dora le había parecido de observatorio, también había una habitación. Todos juntos habían subido de día para admirar aquella maravilla arquitectónica: sobre el suelo, un colchón donde dormir, una mesa, una silla… pero sin comodidades, así que para ir al baño había que bajar de nuevo las escaleras. Eso sí, toda la cúpula estaba acristalada, de modo que, de día, el ático era luminosísimo, y de noche, si los vidrios estuvieran lo bastante limpios, uno podría recostarse y contemplar las estrellas.

Ya encerrada en su cuarto, Dora lo primero que hizo fue entrar en Telegram. La conexión era pésima. El mensaje para Svitlana, donde le contaba emocionada que se iba al campo con Artem, seguía sin ser visto ni respondido. Tras ponerse el pijama y completar su rutina nocturna en el baño, se metió por fin en la cama. Las sábanas estaban algo húmedas, seguramente por la humedad acumulada en la casa sin calefacción. Aun así, el calor de los últimos días hacía que en el interior no se sintiera frío.

Las emociones del día mantenían su mente agitada. Pensaba en Artem, tan perfecto en todo lo que había hecho hoy, en las nuevas amistades, en el fantasma… y otra vez en Artem. Tal vez debería haberse dejado convencer; ahora podrían estar acostados juntos, frente a frente, y él la besaría y…

Un crujido se escuchó tras la pared, acompañado de gemidos y risitas ahogadas. Claramente, Oleg y Marina ya habían llegado a la cama. Dora se sonrojó y miró la vela que titilaba suavemente sobre la mesilla. Mejor tomarse el somnífero y dormir.

Puso el pie descalzo en el suelo… y dio un respingo. ¡Estaba helado! Parecía pisar hielo puro. Rápidamente fue hasta el perchero junto a la puerta y cogió su mochila, donde guardaba la medicina. Al volver hacia la cama, notó una luz suave filtrándose por debajo de la puerta, como si alguien caminara por el pasillo con una vela en la mano. “¿Slavko u Olya?”, pensó mientras se metía de un salto en la cama con la mochila entre los brazos. La luz se hacía más intensa. El crujido del somier de la pareja vecina la tranquilizaba: no estaba sola. “¿Por qué me asusto tanto?”, se reprochó, sin apartar la vista de la rendija iluminada.

La manija de la puerta empezó a girar lentamente.

—¿Q-quié… quién está ahí? —preguntó con voz baja y temblorosa.

Su propia voz le dio algo de valor y repitió, más fuerte:

—¡Eh, Slavko, ¿eres tú?!

Silencio. La manija giró un par de veces más y se detuvo.

“Menos mal que cerré con llave”, pensó. Desde dentro, la llave seguía puesta, así que quien estuviera fuera no podría abrir.

Pero la inquietud crecía. Necesitaba saber quién estaba ahí, no pensaba pasarse la noche entera temblando como una hoja. Agarró lo primero que encontró a mano: un tomo enorme de Geografía de los pueblos del mundo que había visto en la estantería durante el día. De puntillas, se acercó a la puerta, giró la llave de golpe y la abrió.

El pasillo estaba oscuro y vacío. ¡La luz había desaparecido! La sorpresa la dejó paralizada por un instante. La negrura más allá del umbral imponía, pero el parpadeo de la vela sobre la mesilla, que se había agitado con el golpe de la puerta, volvió a iluminar una parte del corredor. Nada.

¿Qué demonios…? Miró a un lado y al otro: todo en sombras. Aunque en la escalera se intuían destellos de luz, probablemente de la sala del primer piso, donde estaban Slavko y Olya. “Quizá debería ir a preguntarles si eran ellos”, pensó. ¿Y si no? ¿Y si no sabían nada? Seguro que pensarían que estaba loca. “Bueno, que piensen lo que quieran —se dijo—. Así al menos dormiré tranquila”.

Dora no era cobarde. En el colegio tal vez había sido tímida, pero la vida le había enseñado a plantarse. Estudiar en un grupo con veinticinco chicos y solo tres chicas en la facultad de ingeniería le había obligado a aprender a responder con ingenio a bromas pesadas, a apartar pretendientes inoportunos y a salir airosa donde muchos dudaban que una mujer pudiera.

Así que, teléfono en mano y linterna encendida, con la pesada Geografía en la otra, comenzó a caminar despacio por el pasillo hacia la escalera. Las tablas crujían bajo sus pies. Pasó junto a la habitación de sus vecinos: otra vez el chirrido del somier, los suspiros apagados… Nada indicaba que hubieran oído o visto algo.

Bajó con cuidado al primer piso. En la sala, una vela solitaria titilaba sobre la mesa, iluminando el sofá cubierto con una manta de tapiz grueso. Al mover la linterna, comprobó que la sala estaba vacía. Slavko y Olya no estaban allí.

“Quizá salieron a tomar aire o algo así”, pensó, dirigiéndose a la puerta principal. Pero no.

La puerta estaba cerrada con el cerrojo grande por dentro. Así que ellos seguían en la casa.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Tal vez por el frío repentino: una corriente helada se coló por sus pies, y aunque llevaba zapatillas, sintió de nuevo que pisaba hielo. La luz de la luna llena entraba por las ventanas; la vela titilaba sin apagarse.




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