Las aristas del amor

Dora 4

Dora 4

La linterna iluminó la extensión vacía de un largo y oscuro pasillo, acariciando con su luz el techo y el suelo. No se veía a nadie. Desde la puerta abierta de su habitación se filtraba la luz de una vela, que no había apagado antes de ir a la sala. El rectángulo de luz recortaba la alfombra frente a la puerta y la pared opuesta, en la que colgaba un cuadro.

«¿Cómo es posible? ¡Hace un segundo alguien caminaba por aquí!» pensó la muchacha, sintiendo aún el tenue aroma a humo de una vela que, sin duda, alguien había llevado por el pasillo. A la luz de la linterna, ligeros remolinos de humo confirmaban que aún no había perdido del todo la razón…

Dora se acercó a la puerta de Oleg y Marina y tocó suavemente. En ese momento, más que nunca, deseaba ver a alguien, a cualquiera. No le importaba parecer insistente, descortés o una alarmista; su mente pedía a gritos la presencia de alguien que pudiera, si no calmarla, al menos ayudarla a comprender las extrañas cosas que estaban ocurriendo a su alrededor.

Tras la puerta, silencio. Dora golpeó con más fuerza, con insistencia, llamando como una campana de alarma. Nadie respondió. Entonces giró el picaporte, rezando para que no estuviera cerrado desde dentro.

No lo estaba. La puerta se abrió fácilmente, sin un solo chirrido. La habitación estaba a oscuras; tal vez Oleg y Marina ya dormían, aunque con lo fuerte que había llamado, habría despertado hasta a un muerto.

Dora dio un paso dentro y alumbró con la linterna. La habitación estaba vacía. En el sentido más absoluto: no había muebles, ni lámpara en el techo, ni cortinas en las ventanas. ¡Nada! El aliento se le cortó, el corazón latía como el de una liebre acorralada. Notó que su teléfono temblaba entre sus manos, sus dedos se aflojaron y dejó caer tanto el móvil como el libro de Geografía que, sin darse cuenta, había estado abrazando todo ese tiempo. El golpe sordo de ambos al caer resonó en el silencio. El teléfono cayó boca abajo, con la linterna apagada, y la oscuridad se volvió tan densa como una noche sin estrellas.

Dora se lanzó al suelo, palpando las ásperas tablas cubiertas de polvo, suciedad y algo de arena. Tocaba el libro y lo apartaba, seguía buscando a tientas…

Por fin, sus dedos encontraron el rectángulo liso del teléfono. La pantalla y la linterna estaban apagadas y no respondían. Los botones laterales resbalaban bajo sus dedos temblorosos, incapaces de presionarlos bien. «Vamos… vamos… ¡enciéndete, maldita sea!», murmuraba. Al fin, la pantalla se iluminó con un resplandor azul. Dora, presa del pánico, salió disparada al pasillo y cerró de golpe la puerta tras de sí. Jadeante, aferrando el móvil como un ancla de salvación, se dirigió a su habitación… pero se detuvo en seco a los dos pasos.

Desde la sala, que acababa de dejar y donde no había absolutamente nadie, se oían voces. Olga reía; Slavko respondía algo. Dora suspiró aliviada. Sin encender la linterna, corrió hacia las escaleras.

—No sé si resultará —decía Olga—. Hay que esperar.
—No parece muy probable, pero… esperemos lo mejor —contestó Slavko.
—¡Yo sí creo! ¡Me quedaré aquí hasta que vuelva! ¡Yo amo a Dora! —dijo de pronto la voz de Artem.
—Ya es hora de dormir —comentó Olga con intención.
—Sí, ve ya —añadió Slavko.

¿De verdad Artem había dicho que la amaba? Dora se detuvo en las escaleras para calmar la oleada de emociones. ¡Artem la amaba! ¡Y ella sin saberlo! ¿Por qué no se lo había dicho aquella noche? ¿Por qué había callado?

Se lanzó escaleras abajo a oscuras, decidida a alcanzarlo antes de que subiera al desván, a su «observatorio». ¡Iba a ir con él! Mejor estar a su lado que sola en ese lugar desconocido, lleno de sucesos extraños.

—¡Artem, espera! ¡Voy contigo! —gritó al llegar al pie de la escalera.

La sala estaba vacía. Ni rastro de Slavko, Olga o Artem. La vela sobre la mesa seguía parpadeando, y Dora, llevándose las manos a la cabeza, gritó con desesperación:

—¡Eh! ¿Dónde están todos? ¿Han decidido gastarme una broma? ¡Basta ya, estoy suficientemente asustada! ¡Artem, ¿dónde estás?!

El silencio fue su única respuesta. En el segundo piso volvió a escucharse un susurro extraño: «Me llamaste Lena, pero yo no soy Lena, soy Yana, cambio de guardia…».

Dora, dominada por el pánico, corrió hacia la puerta principal, cerrada aún con cerrojo. Lo descorrió de un tirón y salió a toda prisa al exterior.




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