Las aristas del amor

Dora 5

Dora 5

El frío viento nocturno acarició su rostro ardiente. La luna llena iluminaba todo con su resplandor plateado, bañando la noche de una claridad inquietante. Las ventanas de la mansión permanecían oscuras, excepto en el salón de la planta baja, donde titilaba la llama de una vela. Las habitaciones del segundo piso —donde la habían alojado aquella mañana (¡parecía que había pasado una eternidad!)— daban hacia el otro lado, por lo que Dora no podía saber si su vela seguía encendida. Sin embargo, en el desván, en la llamada “observatorio”, había luz. Incluso le pareció distinguir una silueta junto a la pared de cristal, moviéndose y deteniéndose de vez en cuando.

¡A Artem! ¡Tenía que ser él! Quizá todos estuvieran allí, riendo a carcajadas, comentando lo divertida que había sido su pequeña broma, lo ridícula que se veía ella corriendo por la casa...

Los árboles cercanos susurraban suavemente, y la hierba húmeda por el rocío brillaba bajo la luz de la luna. Dora rodeó la mansión y se acercó a la escalera de hierro en espiral que conducía al tejado.

Comenzó a subir los peldaños inestables. El teléfono le estorbaba, así que lo guardó en el bolsillo de su pijama. Al llegar al tejado, junto a la pequeña puerta que daba acceso al desván, se detuvo para recuperar el aliento. La luz tras el cristal era cálida y acogedora. Sin pensarlo, tiró de la puerta.

Algo negro y amorfo salió disparado hacia su rostro, rozándole la mejilla antes de perderse en el cielo. Instintivamente, Dora se cubrió la cara con las manos y cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, se encontró con la oscuridad. Un murciélago revoloteaba sobre su cabeza, tan asustado como ella misma.

—¡Artem, esto ya no tiene gracia, vi tu luz! —gritó al interior—. ¿Estás aquí?

Solo respondió el silencio. Del desván emanaba un olor a humedad y moho; la luz de la luna se filtraba por los huecos de los cristales rotos, revelando el abandono: charcos en el suelo, gruesas telarañas enmarcando la entrada. Hacía mucho que allí no entraba nadie… salvo ella, en ese preciso instante.

“¿Por qué? ¿Cómo? ¿Dónde están todos?”, pensó, sintiendo que el terror le erizaba la piel. Retrocedió lentamente.

De pronto, su teléfono vibró en el bolsillo. El corazón le dio un vuelco. Lo sacó y encendió la pantalla: un mensaje nuevo en Telegram. Era de su amiga Svetlana.

Con manos temblorosas lo abrió y leyó la respuesta a sus mensajes enviados mucho antes:

«¿Dora, estás bien? ¿Dónde estás? ¿Por qué no contestas? Me preocupas. Artem y yo te mandamos un saludo».

Debajo había una foto. En ella, Svetlana y… Artem sonreían abrazados frente a la Torre Eiffel.

Dora rompió en una risa histérica. Miraba la imagen mientras reía a carcajadas, doblada entre el miedo, la rabia, la desesperanza… y siguió riendo sin notar que sus pies se acercaban al borde del tejado.

De repente, la luz se encendió en el “observatorio”. La habitación del desván aparecía tal como la había visto de día: con un colchón, una mesa y una silla. En el umbral estaba Artem, mirándola con una mezcla de sorpresa y compasión.

Ella no podía dejar de reír. Su pie resbaló en el borde húmedo del tejado, el teléfono cayó y se hizo añicos contra el suelo. Tras tambalearse un instante, Dora cayó de espaldas al vacío. Lo último que vio fue el murciélago, trazando zigzags asustados contra el fondo luminoso de la luna llena.

Dora abrió los ojos y vio un techo blanco con largos fluorescentes. “Como en un hospital”, pensó. Giró la cabeza y se topó con los ojos castaños de Artem.

—¡Gracias a Dios, despertaste! —exclamó él, estrechándole la mano.

—¿Dónde estoy? —preguntó ella con voz débil y ronca.

—Estuviste en coma, amor, pero ya pasó todo. Vas a vivir —sus ojos brillaban con lágrimas.

Y Dora recordó. Conducía, una chica se cruzó en la carretera, ella giró el volante bruscamente… Lo último que guardaba en la memoria era el poste del arcén y el chirrido de los frenos.

A su lado estaba Artem, su esposo desde que se casaron justo al salir del colegio. Sviatoslav y Olia eran sus buenos amigos, los padrinos de su boda. Y Oleg y Marina, sus vecinos de rellano, con quienes compartían tantas celebraciones. La mansión, los sucesos extraños… todo había sido un sueño, fruto de la mente febril que luchaba por regresar a la realidad.

Dora sonrió y correspondió al apretón de su marido.

—Te amo, Dora —susurró él.

—Y yo a ti —respondió ella, aunque ante sus ojos volvió a aparecer, nítida, la fotografía de su sueño: Artem y Svetlana, abrazados y felices.

Por la ventana entreabierta de la habitación entraba, desde una cafetería cercana, una canción: «No soy Lena, soy Yana, ¡seguridad, anulación!...».

¡Queridas lectoras!
Еste es el segundo relato de este libro. Espero que les haya gustado. El siguiente, el tercero, estará lleno de amor y descubrimientos inesperados...




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