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Martín
—De verdad, estoy preocupada. ¿Qué haremos si el yate no enciende? —insiste la hermosa chica que se atraganta con el almuerzo que le preparé.
Mis ojos no pueden despegarse de su rostro, quedo encantado por la manera en que disfruta cada bocado como si fuera el mejor banquete del mundo. Nunca había visto comer a una mujer con tantas ganas, porque las mujeres que hasta ahora han pasado por mi vida se preocupaban por contar cada caloría. Sus labios se ensucian un poco con la salsa, y antes de que pueda siquiera pensarlo, mi mano actúa por cuenta propia. Con la yema de mi dedo, limpio lentamente la comisura de su boca.
—Tienes algo aquí... —murmuro, deslizando suavemente mi dedo por su piel.
Ella parpadea sorprendida, tal vez por el gesto inesperado o por la tensión que parece invadirnos a ambos, en el instante en que mi piel rozó la suya.
Suelto un suspiro cuando la culpa por haberle dicho esa mentira me pesa.
"Soy un idiota," — me recrimino internamente. ¿En qué demonios estaba pensando al comportarme de forma tan inmadura? Esto no es propio de mí; no soy un crío jugando a seducir a alguien.
—La verdad es que yo… — Aunque se enoje y este sea el último segundo de mi vida, decido confesar mi delito. Sin embargo, como si la misma naturaleza estuviera en contra de decirle la verdad, de repente el cielo se enciende con un destello y un trueno retumba como una advertencia a que me quede callado. Una gota de agua helada me golpea el rostro, seguida por otra, y luego por una cascada entera.
—¡Santo cielo! —exclama ella, poniéndose de pie a la par conmigo.
La lluvia desciende con furia, empapándonos en cuestión de segundos. Nos apresuramos a recoger los platos con lo que queda de nuestra comida y corremos juntos hacia el interior del yate, resguardándonos antes de que el aguacero se desate por completo.
El interior del yate se siente acogedor. El suelo de madera se siente bien al contacto con los pies. Un par de sillones de cuero beige rodean una pequeña mesa de cristal, donde aún quedan rastros del almuerzo y una botella de whisky sin abrir. Las paredes están decoradas con detalles náuticos: cuerdas enrolladas, mapas antiguos, y un reloj de barco que marca el tiempo con un suave tic-tac.
—Bueno… esto fue inesperado —comento, intentando aligerar el ambiente mientras dejo los platos sobre la mesa.
Ella se frota los brazos, temblando un poco por el frío que trae la lluvia. Sus cabellos húmedos caen en su rostro y su ropa empapada me hace reaccionar.
Me apresuro a buscar una toalla, la encuentro y sin previo aviso, soy atrevido, me acerco a ella y empiezo a secarla con cuidado sin dejar de mirar su rostro.
—¿Qué hace? —susurra, sin insultarme ni alejarse.
Eso es un buen indicio porque quiere decir que mi cercanía no le disgusta tanto.
—Pidiéndote una tregua. —respondo lo primero que viene a mi mente. —Estamos solos en medio del océano, el aguacero bajo la temperatura y tu cuerpo está temblando, tal vez no sea mala idea poder abrazarte para ayudarte con ese frío. —sigo hablando, haciéndome el idiota, tomándome la libertad de deslizar la toalla, pasando lentamente de su rostro a su cuello. Sin detenerme a analizar que mi atrevimiento me puede costar un gran golpe, me pego más a ella
—No debería hacer eso. No es buena idea, porque… —Intenta protestar.
—Lo sé, tengo claro que intentar tocarte puede costarme perder todos los dientes, pero quiero arriesgarme. —hablo bajito, anclando mi mirada a esos iris lindos que me indican que no son ajenos a mis insinuaciones.
—Hagamos una tregua. —Vuelvo a pedir— Somos dos adultos que por alguna razón están hoy aquí, y no han querido decirse ni sus nombres, en medio de un escenario perfecto para dejarse llevar.
—¿Qué insinúa? —pregunta bajito, sin retroceder ni un milímetro.
—Por hoy, solo por hoy, olvídate de todo lo que es tu vida en la ciudad y yo olvido la mía; no pienses en que el motor se apagó, no pienses en la lluvia, y no pienses en nada que pueda inquietarte. Solo vive este momento conmigo como si fuera el último. —Propongo— Solo te pido vivir juntos este día, y mañana haremos de cuenta que ninguno de los dos existe. Tú sigues tu camino y yo sigo el mío, como si nada hubiera pasado. —Voy directo al grano, no me pongo con rodeos, porque puedo intuir que ella necesita de un escape, tanto o más que yo. Puedo verlo en sus ojos.
Sus iris me analizan con curiosidad, como si la tentación que significa mi propuesta batallara con su sensatez para hacerla dudar.
—¿Cuándo fue la última vez que hiciste una locura? —Pregunto, sin que mis ojos puedan dejar de viajar a sus labios, los cuales están un poco morados por el frío.
—Hace mucho, tanto que no lo recuerdo. —Responde en un murmullo, dejando sus ojos fijos en mí, permitiendo que vea destellos de ese sí que estoy buscando escuchar.
—Tú… ¿También tienes ganas de dejarte llevar para vivir este momento conmigo? Solo será este día, nada más. No prometo nada más que este momento. —Insisto, reiterando, que para los dos, esté solo será un encuentro casual. —Si me dices que no, no te insistiré, y una vez la lluvia frene, seguiré intentando encender el motor para llegar a nuestro destino. —hablo sin quitar mis ojos de ella. Necesito ver cada uno de sus gestos.