Las Bebés y Tú Son Mías

Amarga despedida

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Adriana

El amanecer me sorprende enredada entre las sábanas, siento mi cuerpo descansado y muy liviano, mientras mi mente aún sigue atrapada en los recuerdos de la noche anterior. Mi rostro se calienta cuando mi cerebro recrea todo lo que hicimos. Miro a mi alrededor capturando ciertos detalles del yate que ayer pasaron desapercibido ente mis ojos, y… Me gusta mucho lo que veo, tanto que ronronea en mis oídos la idea de vivir un año completo aquí con el hombre que se volvió literalmente loco conmigo en esta cama.

No puedo evitar sonreír como tonta al recordar cada beso, cada caricia, cada palabra ronca que brotó de su garganta mientras sus manos se aferraban a mi piel. Juro que, cada segundo en sus brazos, me sentí tan viva, tan libre, tan fuera de mí misma, y no me arrepiento en lo más mínimo.

Escucho pasos acercarse y mi corazón se acelera. Mis ojos buscan su dirección y ahí está él, con una bandeja en las manos y una sonrisa que aumenta el calor de mis mejillas.

—Buenos días —me saluda, acercándose a la cama. Su cabello está un poco revuelto, y la camiseta blanca que lleva puesta se ajusta a su torso de manera seductora. Quedo idiotizada con su imagen, porque es como si la luz de la mañana lo hubiera escogido a él para lucir hermosamente perfecta.

Me siento acomodando mi espalda e intentando cubrir mi cuerpo con las sábanas mientras él coloca la bandeja frente a mí.

—Te preparé algo sencillo, espero que te guste.

La bandeja es un bello detalle: una pequeña taza de cerámica blanca con café humeante, un vaso con jugo de naranja que brilla por los rayos del sol que se filtran por alguna hendija, y un plato con quesos perfectamente dispuestos junto a unas rebanadas de pan ligeramente tostado. Todo está colocado con cuidado, como si cada detalle importara.

—Gracias, es… precioso. No tenía que molestarse.

—Quise hacerlo —responde, sentándose a mi lado y extendiéndome el café—. Quiero que este sea un buen recuerdo para los dos.

Por alguna razón sus palabras y su mirada me aprietan el corazón. Con un pequeño suspiro, acepto la taza y doy un sorbo. El café tiene un toque amargo, pero lo equilibra el dulzor de su lindo gesto. Comemos juntos, dándonos trozos de comida el uno al otro, al tiempo que hablamos de cosas simples. Cada risa, cada mirada cómplice, y cada beso fugaz que él me roba hace que me sienta más conectada con este océano, con este barco y con su dueño.

—Ahora, creo que nos debemos un baño en el mar —propone mientras termina su jugo.

Río, sacudiendo la cabeza.

—No, ni en sueños. Hay tiburones, así que ni loca me meto al mar. —Me niego rotundamente.

—Yo te cuido, prometo que por nada del mundo dejaré que ningún tiburón te muerda ni un dedo —asegura guiñándome un ojo, tomándome de la mano—. Ven, vamos a disfrutar las horas que nos quedan.

No puedo resistirme. Salimos juntos y nos lanzamos al agua. De inmediato, el mar nos envuelve en una burbuja de risas. Él se sumerge, me toca los talones haciéndome gritar por creer que es algún animal, y aparece por sorpresa para salpicarme, lo que provoca mis carcajadas.

—¡Eso es trampa! —, reclamo, salpicándolo también.

—Sí, es una vil trampa —responde con una sonrisa traviesa, tomándome por la cintura y me acerca a él. Sin previo aviso, sus labios capturan los míos, logrando que mi mente se eleve a la nube más alta y el mundo parece detenerse, porque nada más me importa que estar aquí, consumiéndome con los besos de este ser tan insaciable.

Enredo mis manos en su cuello, y lo beso con la misma intensidad que me demuestra, como si ambos estuviéramos luchando contra el reloj que avanza irremediablemente hacia nuestra despedida. Mis dedos se enredan en su cabello mientras él levanta el peso de mi cuerpo, por instinto mis piernas se acomodan a su alrededor y se adaptan a su urgencia, al tiempo que él me sujeta firmemente, como si temiera que pudiera escapar. El azul infinito del océano nos rodea, mientras el calor que nos brota desde adentro nos impulsa a comernos a besos bajo la luz del sol.

La necesidad de sus manos por sentirme me sumerge más en este pequeño universo donde solo los dos existimos. Su boca no me suelta, y mis suspiros se mezclan con el sonido de las olas cuando nos dejamos llevar, entregándonos por completo una vez más, sin pensar en nada más.

El sol se alza más alto en el cielo, anunciando la llegada de la tarde. Lamentablemente, el día parece transcurrir demasiado rápido. Subimos de nuevo al yate, me toma de la mano y me dirige al baño. La ducha es estrecha, una excusa perfecta para que se mantenga pegado a mí. El agua tibia nos cae encima arrastrando a su paso el salitre que dejó el mar en nuestra piel. Sus manos se deslizan por cuerpo y sus ojos hermosamente iluminados me miren fijamente como si quisiera decirme algo.

Pasan los minutos, salimos de la ducha, ambos nos cambiamos con naturalidad delante del otro como si lleváramos años compartidos. Me siento en la cama y empiezo a desenredar mi cabello mientras él termina de vestirse.

Se acerca y me da un beso casto en los labios.

—Te espero afuera —dice suavemente antes de marcharse.

Lo veo salir y siento un nudo en la garganta. La despedida está cada vez más cerca, y no estoy segura de cómo manejarla. No sé como rayos vamos a hacer para salir de aquí si alguien no viene a nuestro rescate, pero, sé que el momento de decirnos adiós se acerca.




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