Kimberly cerró los ojos asqueada cuando las manos de su jefe acariciaron su trasero.
«Mierda. Esto no puede estar pasando ahora mismo.»
Kimmy estaba harta de que sus jefes la acosaran sexualmente, sin tener ni un pelo de respeto hacia su persona. Era horrible sentirse atacada en cada empleo que iba. No importaba cuántas veces cambiaba de lugar de trabajo, siempre había un pervertido que no paraba de tocarla, de hacerla sentir incómoda con sus asquerosos comentarios de viejo verde.
Pero Kimmy no se callaba como lo hacían sus compañeras. Luchaba por ella, por todas las mujeres que sufrían lo mismo que ella.
Siempre los hacía sufrir en la parte que más los dolía. Su querida entrepierna. Mientras estaban en el suelo sufriendo de dolor, Kim se quitaba la placa donde se podía leer su nombre y se las tiraba. Antes de marcharse del lugar, siempre decía su gran frase.
—Que sea mujer no significa que sea frágil y débil. Si alguien me toca sin permiso, sufrirá sus consecuencias. Prefiero morirme de hambre que ser tocada sexualmente por un asqueroso hombre como tú.
Los dejaba sufriendo mientras ella se alejaba con un porte de orgullo, de seguridad. Era una mujer joven que se dejaba respetar por todos.
Pero esta vez no podía hacer esto. Le había prometido a Dana que será la última vez que solucionará sus problemas con la fuerza. Tenía que hacerlo con educación, sin golpear a nadie. Para su mejor amiga, siempre había que emplear la paz antes que la fuerza. Kimmy comprendía el punto de vista de su amiga pero no se controlaba cuando alguien sobrepasaba los límites. Aprendió siendo niña que si alguien te respetaba, le respetabas pero si te faltaba el respeto, debías hacer lo mismo. No era una persona violenta como Ellie pero tampoco era pacifista como Dana. Tenía carácter cuando la situación lo requería.
Ella misma estaba cansada de cambiar varias veces de trabajo. Quería un empleo fijo. Uno que fuera respetuoso con los trabajadores, que sea bien pagado y lo más importante que existiera. Era imposible hallar el trabajo perfecto pero dentro de ella tenía la esperanza de encontrar uno para cumplir el objetivo de su existencia.
Su sueño siempre había sido ser la mejor secretaria del mundo. Su madre lo había sido antes de casarse con un hombre que solo la quiso por su inteligencia, su capacidad de enfrentarse contra los obstáculos de la vida y de su exótica belleza. Los años pasaban, su padre se alejaba cada vez más de su madre cuando tuvo un accidente de coche que la dejó paralizada para toda la vida. Para rematar el golpe final, no podía concebirle un hijo que pudiera heredarle su empresa. Aún podía recordar ese día cuando su padre trajo a su amante y su hijo. Tenía solo tres años cuando las echó de casa, dejándolas desprotegidas y solas en la calle. No tenían ningún sitio donde ir ni tampoco dinero para alquilar un piso. Su progenitora estaba sola. No tenía a nadie. Su familia había muerto, dejándola huérfana a la edad de ocho años. Su pasado consiguió convertirla en una persona luchadora, que jamás se rendía. Salió del orfanato a la edad de dieciocho años, mentalizada a comerse el mundo y lo logró. Para Kimmy, su madre era su ejemplo a seguir.
Cuando la joven pelinegra no tenía fuerzas para seguir luchando, pensaba en el infierno que había pasado durante largos meses en la calle junto con su madre. Aún tenía esa imagen clara en su mente. Era su querida madre en su silla de ruedas pidiendo ayuda pero casi nadie la ayudaba. Kimmy pudo conseguir algo de dinero pero no era suficiente para comer. Nunca borrará de sus recuerdos esos meses llenos de frialdad, de hambruna y de dolor.
A pesar de todo lo ocurrido, Kimmy jamás dejó de sonreír. Vivía en un cuento de hada en su propia fantasía. Todo sufrimiento terminará tarde o temprano. Pero no había sido así para la pequeña inocente cuando su madre harta de vivir esta vida, decidió dejar a su hija en la puerta de un orfanato aunque fue la decisión más difícil de su vida. Aún tenía la esperanza de encontrarla con vida después de mucho tiempo.
Los primeros años en ese sitio fueron horribles para Kimmy. Lloraba día a noche por su madre, esperando por su regreso pero nunca lo hizo. No tenía apetito, no hablaba con nadie. Solo se encerraba en el cuarto, mirando la nada. Ni su propio mundo de fantasía pudo sacarla de su dolor.
Pero un día una luz apareció en su vida. Era Dana, su mejor amiga, la persona que la ayudó a levantarse y subir de nuevo las escaleras de la vida. Kimmy se encontraba detrás del orfanato, alejada de todos los niños que estaban jugando en el jardín.
Como siempre, Kimberly escondía su cara entre sus piernas mientras sollozaba.
De repente sintió una suave mano acariciándole el pelo con ternura.
—Todo estará bien, te lo prometo. Soy Dana y quiero ser tu amiga. ¿Podemos serlo?
Levantó su rostro alterada, dando un paso hacia atrás. Pero los latidos de su corazón se volvieron a la normalidad cuando observó bien a Dana. Era una niña que transmitía alegría y calidez. ¿Era posible que una sonrisa pudiera sanarte? Había pasado demasiado tiempo sin sentirse cómoda con la presencia de alguien.
Al principio, Kimmy se dejó llevar por el miedo. No quería encariñarse con alguien para luego perderlo para siempre. Pero Dana siempre estaba con ella, hablándola sobre cualquiera cosa que viera. Para ella, el silencio era insoportable.