Las Chicas de Izan

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No recuerdo si lo mencioné, pero ellas nunca fueron la otra, la amante, la querida.

 

Siempre creyeron que yo era el hombre ideal y nos dejamos envolver en esa mentira. Mi novia, la oficial, la que presente con mis tías, nunca gozaría el título de esposa, jamás pondría un anillo en su dedo. No porque no lo mereciera, aclaro, pero el matrimonio era como una puerta de doble llave, que te obligaba a no asomarte siquiera por la ventana.

 

Y nosotros no éramos eso, éramos la libertad de ir y venir, de hacer las cosas por el placer de hacerlo, de querer estar juntos por amor y no una simple carta firmada.

 

Marisa era mi vida, mi amor, mi mujer, era mía tanto como yo era suyo. Siempre le pertenecí, desde antes de saberlo.

 

A su lado sentía que no se me acababa la vida. Si me enamoré de Gala y después de Lucía no fue porque ella escaseará sus besos o dejará de mirarme, Marisa me lo dio todo y lo demás..., solo fue una colisión que no pude o no supe cómo evitar, se metieron bajo mi piel, arrasaron conmigo y al final supe que nunca tuve opción. Siempre les pertenecí.

 

No creo que lo entiendas, pero ahora que sería padre era más fácil para mí explicarlo.

 

Amé a mis hijos desde que supe de su existencia, aunque unos se hubieran formado antes y otros después, el amor era igual de intenso. Tan fuerte y valiente que derribaba cualquier muralla. Cada detalle que descubría de ellos me llenaba, me hacían sentir pleno, nunca los compare, no podía decir que había un favorito, era la misma sensación con tres personitas diferentes. Así también con sus madres.

 

Si me dieras a elegir a una, no podría, colapsaría, mi vida sin ellas marcaba error, mi mundo se sumergiría en la miseria, sería gris y horrible como lo ven con los demás. Mi amor no era mío, era de ellas, que desde tiempo atrás dejé en sus manos.

 

Primero llegó Marisa y fue como un bálsamo, cubrió cada centímetro de mí y me llenó, después conocí a Gala, tenía una sonrisa..., vieras que bonito iluminaba mis días.

 

No intente nada con ella, no quería, estaba mal, luche, como un velero en medio de la corriente traté de resistir, de dominar aquello que me arrastraba, que tiraba cada vez más fuerte de mí. Ella no se daba cuenta, no era consciente de lo que me hacía cada que cerraba los ojos y sus labios, delgados y rosados se curvaban hacia arriba. El velero quedó destrozado cuando su boca choco con la mía y entre besos llegamos a un oasis, nuestro hogar, hicimos de los días algo más que solo respirar.

 

Fue difícil aceptar esa parte de mí, una que no conocía, me llene la boca de culpas y remordimientos, sobre todo porque no cesaba lo que sentía por Marisa, era verla y derretirme, era amarla y pensar que Gala se hacía un hueco y lo revolvía todo en mi pecho.

 

Con Lucía fue diferente, fue doblegar mi voluntad y aceptar que era de ellas, que siempre lo fui (y lo sería).

 

Yo lo acepte, lo asimile, si no lo dije a los cuatro vientos, si me mordí la lengua para no decir que estaba enamorado de tres mujeres diferentes fue por que me tacharían de inmoral, harían de mis sentimientos algo sucio, de lo nuestro una cochinada. Me convertirían en un pervertido codicioso que tenia el cántaro roto y nada lo llenaba.

 

No estaba dispuesto a que alguien infravalorara mi amor, ni antes, ni ahora, ni ellas..., lo siento, pero ni tú.

 

El único que sabía en que había desembocado mis pecados era mi amigo, no quise confesar a mis tías que había embarazado a mí novia y la razón era simple; decirles, era escuchar cada día que tenía que honrar a Marisa con el matrimonio, eso me llevaría a confesar que entonces tenía que honrar a otras dos mujeres más y la poligamia hasta donde sabía, no era legal. Me hubiera llevado al menos cuatro ostias bien dadas (y bien merecidas).

 

No, no era fácil confesar en dónde estaba parado, en realidad, sigue siendo difícil.

 

Pero no tanto como aquello...

 




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