Las Chicas de Izan

22

La noche la pase en soledad, una que venía desde dentro, que calaba los huesos, que te consume el alma. Una soledad bien merecida.

 

Al día siguiente decidí que era tiempo de dar respuestas, de ventilar esa verdad, que ojalá me hiciera libre.

 

Fui a casa de mis tías que, apenas me vieron cruzar por la puerta quedaron horrorizadas. La cara la sentía el doble de su tamaño y el medico confirmo lo que suponía. Dos costillas rotas como guinda del pastel.

 

Trataron de auxiliarme para sentirme mejor, tarea imposible, por lo que las detuve. Necesitaba hablar, sacarme del pecho esa realidad. Necesitaba aferrarme a ella, consolarme con ello. Las necesitaba a ellas...

 

—Seré padre.

 

Se miraron entre ellas de forma retadora, como si a estas alturas pudieran culparse por no haberme inculcado buenos valores.

 

—Algo... sospechábamos -dijo una.

—Espero que sepas la responsabilidad que ello conlleva, jovencito. Es una vida.

 

(En realidad eran tres, pero íbamos por partes)

 

—Ay, Izan, mira que embarazar a tu novia antes de tiempo no es cualquier cosa, te saltas pasos. El matrimonio es...

—Lo sé. Pero no me han dejado terminar: embarace a Marisa,mi novia; a Lucia y a Galatea. No precisamente en ese orden.

 

Merecí el coscorrón. Mi tía Clementina siempre fue de mano suelta.

 

—¿Pero de qué estas hablando? ¡Explícate!

 

Me tallé el rostro y les conté la versión rápida, sin anestesias. Engañe a mi novia, primero con Galatea y luego con Lucía. Manteniendo una relación con cada una sin que ellas supieran de la existencia de la otra, hasta ayer.

 

Y yo que pensaba que nunca dejaría sin palabras a ese par de viejas cotorras. Ahí estaban, mirándome sin poder reaccionar.

 

—Así que las tres están embarazadas, de mí, Gala tiene siete meses y medio, Marisa cinco y Lucía poco menos. -Y lo dije con un cinismo y una nota de orgullo en la voz que fueron incapaces de sostenerme la mirada.

 

—Pero, Izan, hijo, ¿qué vas a hacer?

—Nada. No puedo hacer nada por ahora. Darles tiempo, supongo... intente llamarlas, pero ninguna me contestó.

—Menos altanería no estaría mal.

—¿Y qué hago? Para ustedes y el resto del mundo solo soy un desgraciado que embauco a tres indefensas mujeres, que jugó con ellas y que todo se salió de mis manos cuando las embarazé. ¿Qué más puedo hacer? ¿Cómo voy a buscarlas? Dime tía, ¿cómo puedo resarcir el daño que les hice, que yo mismo me estoy haciendo?

—No lo sé...

—Algo podrás hacer.

—¿Por lo menos les pediste perdón?

—¿Usted, usted de verdad cree que podrán perdonarme?

 

No contestó y esa incertidumbre me acompaño hasta el lunes que me presenté en la oficina.

 




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