Las Hijas del Bosque: Nostralis - Libro 1

Capítulo 2: Atlas

Esa noche no pude dormir. No por miedo, era algo más.

Una corriente eléctrica se deslizaba bajo mi piel, por mis venas, como si algo se hubiese activado dentro de mí y no supiera cómo apagarlo. Me giré por enésima vez en la cama, buscando una posición cómoda. No la encontré.
No sé cómo explicarlo, pero mis venas… pican. Todo mi cuerpo pica.

La habitación estaba en silencio, lo único que se escuchaba era el golpeteo suave de la lluvia y los ronquidos de mi compañera de cuarto, Jenna.

Las sombras de los arboles se alargaban por las paredes, distorsionadas por la luz de la luna. Todo se sentía más denso desde lo sucedido en el bosque, más cargado.

Tome el cuaderno de tapa dura que guardaba bajo mi almohada, ese que nunca le había mostrado a nadie. Ni siquiera a papá.

“Algo paso en el bosque.

Escuche una voz.

No estoy segura si fue real o si simplemente estoy perdiendo cualquier sentido de razón común.

“Tú eres la llave”

¿La llave de qué?

Y luego está la sensación… Como si el bosque otoñal de Hollowmere me exhalara encima, como si su aliento me envolviera desde adentro. No puedo ponerlo en palabras, solo sé que es real. Respiro brisa otoñal por mis poros, siento como si la lluvia me mojara y sin embargo estoy en mi habitación, con Jenna.”

Apoyé la lapicera y cerré los ojos, pero no duro mas de un segundo.

Volví a sentirlo: esa vibración, un cosquilleo, como si alguien me mirara. Me incorporé de golpe, nuevamente presa del pánico. Y entonces la vi.

La polilla, que antes estaba en el bosque, ahora se encontraba en mi habitación. Posada sobre el borde de mi escritorio, inmóvil. Con sus alas hechas de polvo dorado y cobre, como si cargara el otoño sobre su lomo y esos dos ojos negros mirándome atentamente.

—Tu otra vez… — le susurro, acercándome a ella. — Un día de estos vas a matarme del susto.

La polilla se mantuvo firme, con las alas extendidas. Quietísima.

—Necesito respuestas, amiga —continué, como si esperara que un insecto pudiera contestarme—.
Definitivamente he perdido la cabeza —murmuré, recostando la cabeza en el respaldo de la silla—.
Lo mínimo que puedo hacer es darte un nombre. ¿Qué te parece "Atlas"? Como el titán que cargaba el mundo sobre los hombros... Algo así como me siento yo.

El insecto no se movió. Atlas, entonces.

—¿Qué fue lo que pasó en el bosque? —pregunté, sin esperar respuesta.

—¿Qué te pasó en el bosque? —dijo una voz a mi espalda.

—¡Demonios, Jenna! —exclamé, llevándome una mano al pecho—. Me asustaste.

—Sí, sí… Como sea. ¿Con quién hablabas? ¿Acaso metiste a un chico en la habitación? Porque si lo hiciste, al menos preséntamelo.

—No tengo compañía —mentí, cerrando el cuaderno con disimulo.

—¿Entonces hablabas con…? —Frunció el ceño, enfocando la mirada hacia el escritorio—. ¿Eso es una polilla?

—No lo sé. Apareció.

—¿Otra vez?

La miré en silencio.

"¿Otra vez?"

¿Qué sabes Jenna...?

Jenna caminó hasta el escritorio y se inclinó sobre Atlas, que seguía allí, inmóvil, con sus alas de polvo dorado y cobre extendidas como una joya viva.

—Guau —murmuró—. Nunca vi una así. Parece… importante.

—¿Importante? ¿Una polilla?

—Hay cosas que parecen una cosa y son otra —dijo con un tono más bajo, extraño para ella. Luego volvió a alzar la vista con una sonrisa exageradamente despreocupada—. Igual, qué raro todo. Hablas con insectos, escribís cosas en cuadernos secretos... ¿No serás una especie de bruja antisocial?, ¿no? Porque, en caso de serlo, podrías hechizarte para verte mas bonita Astrid, no sé, algún tónico para que deje de crecerte las cejas o se te vaya el bigote…

Rodé los ojos.

—Qué graciosa.

—Lo intento. Aunque... —Se giró hacia mí, su expresión ahora algo más atenta, como si buscara algo en mi cara—. ¿No te sentís... distinta últimamente?

Ese comentario me tensó los hombros.

—¿Distinta cómo?

—No sé… más sensible. Como si pudieras sentir cosas que no deberías sentir…

Mi corazón se aceleró. ¿Acaso escucho mi conversación —completamente unilateral— con Atlas?

—No —mentí otra vez, firme.

Jenna me observó durante un segundo demasiado largo. Luego se encogió de hombros y se estiró.

—¡Qué alivio! Porque hay una epidemia de gastroenteritis por la comida de las máquinas y no quiero compartir baño con alguien que vomita cada dos horas.

Se dirigió a su cama.

—Cuando termines de enloquecer del todo, avísame. Así pido un cambio de cuarto.

—Hecho.

—Y por cierto... —agrego, mientras volvía a su cama—. Si esa polilla vuelve a aparecer, no la aplastes. Algunas cosas están ahí por una razón.

La miré, pero ella ya se había dado vuelta, tapándose con la manta. Solo asomaba su melena pelirroja por arriba de la almohada. Segundo después sus ronquidos volvían a llenar el lugar.

Mi mirada se dirigió a Atlas.

Que seguía allí. Como si esperara algo.

—Enséñame las respuestas Atlas. — susurre, sin esperanzas, nuevamente.

La polilla empezó a moverse. Sus alas vibraron apenas antes de elevarse en el aire con ese mismo brillo crepuscular que había visto en el bosque. Voló en dirección a la puerta de la habitación.

Me quedé paralizada unos segundos.

¿Y si la seguía?

Apoyé el cuaderno en el escritorio, me calcé una campera sobre el pijama y deslicé mis pies en las zapatillas. Jenna roncaba sin interrupciones. Apreté el picaporte con cuidado, conteniendo la respiración mientras la puerta se abría con un leve chirrido.

Atlas me esperaba en el pasillo.

La seguí.

Recorrió en silencio los corredores vacíos del internado, moviéndose siempre justo lo suficientemente lento como para que no la perdiera de vista. Las sombras se estiraban a nuestro alrededor, proyectadas por las tenues luces de emergencia. Era como caminar dentro de un sueño del que no sabía si quería despertar.




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