Las Hijas del Bosque: Nostralis - Libro 1

Capítulo 3: “Se nos acaba el tiempo Alicia”

Atlas se quedo posado en lo alto, inmóvil. Como si supiera que el momento no era para moverse, si no para esperar.

Los pasos bajaban con apuro, la persona que estaba entrando conocía perfectamente este lugar. El eco era traicionero, rebotaba en las paredes de piedra y hacia imposible saber cuan cerca estaba realmente.

Me aprete más contra el rincón oscuro, el Codex firme contra mi pecho. Mi respiración era poco mas que un susurro entrecortado.

—¿Noctalith?—dijo una voz. —No pensé verte aquí

Mi corazón se detuvo por un segundo. Esa voz.

—¿Dónde te metiste esta vez, pequeño traidor?

Milo.

El tono era juguetón, como si hablara con un amigo perdido.

Me asomé apenas entre frascos y lo vi.

Estaba en el centro de la sala circular, la cabeza alzada con su cabello despeinado, mirando acusadoramente a Atlas con una ceja arqueada.

Pero lo había llamado Noctalith.

Me tomó un momento entenderlo.
¿Ese era su verdadero nombre?

Atlas suena mejor, pensé, apretando el libro contra mi pecho.

Milo avanzo entre las estanterías con pasos cuidadosos, tratando de no perturbar el silencio que reinaba en la sala. Sus dedos rozaban los lomos polvorientos con un gesto casi reverente. Buscando algo.

Se detuvo frente a una estantería baja. Se agacho y retiro un cuaderno de tapa negra. Lo hojeo con rapidez frunciendo el ceño, no era lo que esperaba. Lo cerro y lo devolvió a su lugar con un suspiro contenido.

Atlas, seguía en lo alto, observándolo.

Milo ladeó apenas la cabeza, como si escuchara algo que yo no podía oír.

—¿Tú también lo sentiste, ¿verdad?

El tono era bajo, medido. Como si estuviera hablando con alguien importante, no con un simple animal.

—Tanto tiempo sin señales… y ahora esto.

Sus ojos recorrieron la sala, deteniéndose un segundo en el rincón donde me escondía.

Me tensé completamente ante la idea de ser descubierta, pero Milo no pareció notar mi presencia.

De pronto, el aire se volvió mas denso, como si una presencia hubiera entrado a la biblioteca. Alguien a quien yo no podía ver.

Milo se llevo una mano a su cuello, donde colgaba un colla con un dije circular, que brillaba bajo la luz filtrada.

Lo sostuvo unos segundos entre sus dedos, sin decir nada. Ni una palabra salía de su boca, solo mantenía su vista fija en mi escondite, pensativo.

Cuando salió de su transe, dio un paso mas al centro de la sala.

—No sueles moverte sin razón. ¿Qué estas tramando?

El insecto no se movió, pero algo en el aire pareció tensarse.
Milo dio un paso más al centro de la sala.

—¿La estas guiando? —preguntó, sin burla, pero con un dejo de curiosidad cargada.

Silencio.

—¿O la estás poniendo a prueba?

Atlas e deslizó un poco hacia un borde de la bóveda, apenas lo suficiente como para mostrar que había escuchado. Milo ladeó la cabeza, como reconociendo una respuesta no dicha.

—Siempre fuiste un maldito críptico —dijo en voz baja, y por un instante, sonrió.

Pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Había algo más allí. Una tensión en sus hombros. Una duda que se colaba en los bordes de su postura.

Sacó un objeto de debajo de su chaqueta: un pequeño estuche de madera tallada. Lo abrió con cuidado. Dentro, descansaba una flor seca, intacta, de un azul tan oscuro que parecía casi negra.

Mi cuerpo fue sacudido por un escalofrió.

Milo la miró un momento… y luego la guardó.

—Sabes tan bien como yo que el tiempo se está acabando. — Murmuro con la vista fija en Atlas.

Y luego, sin mirar atrás, subió por la escalera en espiral hasta que su figura se perdió entre las sombras.

Solo entonces me atreví a respirar.

Me quedé en silencio por unos segundos, intentando procesar todo lo que acababa de pasar.

¿De qué hablaba Milo?
¿Por qué esa flor me hizo estremecer?
¿El tiempo se está acabando?

Atlas —Noctalith, pensé, con el nombre todavía resonando en mi mente— seguía posado en lo alto, inmóvil.
Me incorporé con lentitud. Las piernas me temblaban. El Codex seguía apretado contra mi pecho, como si fuera lo único sólido en medio del desconcierto.

Salí del rincón oscuro y avancé hasta el centro de la sala, donde Milo había estado momentos antes.

—¿Qué fue eso? —susurré, sin esperar realmente una respuesta.

Pero esta vez no fue Atlas quien respondió.

El libro en mis brazos comenzó a vibrar, como si intentara escapar.
Sobresaltada, aflojé el agarre, y el Codex flotó en el aire, sus páginas moviéndose solas, agitadas por una fuerza invisible. Pasaron una tras otra hasta detenerse en una hoja particular. Luego, el libro descendió suavemente y volvió a mis manos.

El aire volvió a cambiar. Una corriente invisible recorrió la sala, y las lámparas de aceite chisporrotearon, como si alguien —o algo— hubiera escuchado mis preguntas.

Mis ojos se posaron en la página abierta. Estaba marcada con una cinta azul.
Una ilustración en tinta negra ocupaba la hoja completa: una flor azul muy oscura, casi negra. La misma que Milo había sostenido entre sus dedos.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

En la página siguiente, escrita a mano con una caligrafía cuidada, aparecía un texto que no logré entender a simple vista. Pero en cuanto posé los dedos sobre el papel, las palabras parecieron traducirse solas, directo en mi mente.

“La flor de Mareas Perdidas crece solo cuando el vínculo entre herederos se fragmenta.
Marca el inicio del desorden.
O su fin.”

—¿Qué significa esto, Atlas? —pregunté, exaltada.

Todos los textos del Codex hablaban de un "Fin". De cosas que escapaban a mi comprensión.
Nada de esto tenía sentido, y empezaba a sentir una angustia creciente.

¿Cómo era posible todo esto? ¿Los Primordiales? ¿El Reino de las Mareas?

Mi mente racional se rebelaba. Todo lo que me habían enseñado desde pequeña —las religiones, los mitos, los cultos— nada se parecía, ni remotamente, a lo que el Codex estaba revelando.




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