Las Hijas del Bosque: Nostralis - Libro 1

Capítulo 4: “Mi mejor creación”  

El despertador de Jenna irrumpió en la habitación a las siete en punto, como todos los días.
Un sonido innecesariamente feliz rompió el silencio como un hachazo.
Ella refunfuñó algo entre dientes, lo apagó de un manotazo y se acomodó entre las sábanas. En cinco minutos estaría maquillándose con música a todo volumen, como si nada.

Yo, en cambio, ya estaba despierta desde hacía rato.

Sentada en el borde de la cama, con las manos apoyadas en las rodillas, miraba la alfombra, tratando de acallar mi cabeza entre los hilos gastados.
La mujer en el claro se aparecía una y otra vez en mi mente. El árbol. Las polillas.
Su imagen no se deshacía con el sueño. Seguía intacta.
No parecía un simple sueño. Más bien… una advertencia.

Dirigí la mirada a la ventana. Atlas ya no estaba.

Me levanté con el cuerpo tenso y agotado. No había dormido nada. En el baño, el espejo me devolvió una versión pálida de mí misma: ojeras hasta las mejillas, los ojos más oscuros que de costumbre.
Abrí la ducha y dejé que el agua tibia me cayera sobre los hombros. Intenté no pensar en la pesadilla. Pero era inútil.

El equinoccio se acerca, Astrid…

El susurro me congeló. Me giré de golpe, con el corazón en la garganta.
Pero no había nadie. Ni un alma.

¿Qué demonios fue eso?

Salí del baño aún más pálida de lo que había entrado, con la toalla ajustada al cuerpo… y más preguntas de las que podía soportar.

¿Qué significaba eso? ¿Qué se suponía que debía hacer?
Yo no era nadie. No tenía idea de lo que estaba ocurriendo.
Nada de esto encajaba con la rutina de clases, con los pasillos llenos de risas, de tareas, de fiestas que no me interesaban.

Me puse el uniforme apresurada. El nudo de la corbata quedó torcido, pero no me importó.
Solo había una persona que podía darme respuestas.

Milo.

Jenna ya estaba frente al espejo, delineador en mano, tarareando una canción pop. Me lanzó una mirada rápida mientras se maquillaba.

—Tienes cara de que viste un muerto, Ava. ¿Soñaste con el apocalipsis o qué?

No respondí. Ni siquiera la miré.
Pero lo que dijo me dejó helada. Porque, en parte, tenía razón.

Salí como alma que lleva el diablo, directa hacia el ala más antigua del edificio. Hacia la habitación que había estado observando en secreto durante semanas.

547.

Toqué la puerta con una mezcla de vergüenza y apuro, esperando que Milo me abriera.
Y lo hizo.

Un Milo despeinado, con el cabello revuelto y los ojos brillantes, me abrió como si hubiera sabido que iba a venir.

—Astrid… —dijo con una sonrisa extrañamente serena—. Te estaba esperando.
Tardaste más de lo que pensaba. Pero es bueno que estés aquí.

Milo se hizo a un lado para dejarme pasar. La habitación estaba apenas iluminada por la tenue luz que entraba entre las cortinas pesadas. Había libros apilados en el suelo, algunos abiertos, otros con post-its asomando entre las paginas.

Era un completo caos todo: su cama estaba deshecha, el piso con restos de lo que alguna vez fue comida, tazas de café a medio tomar, colillas de cigarrillos aplastadas en un cenicero improvisado sobre el escritorio.

—Cierra la puerta —dijo, sin dejar de mirarme.

Obedecí en silencio. El sonido del picaporte resonó más fuerte de lo normal.

—No dormiste —comentó, señalando mis ojeras con una mueca leve, casi preocupada.

—Parece ser que tú tampoco. —respondí, algo a la defensiva.

Tenía mil preguntas en la garganta, empujándose unas a otras. Todo era absurdo, ilógico, y tenía miedo de parecer una completa neurótica frente a él.

—Ayer… paso algo loco. —dije finalmente, sintiendo lo ridículo que sonaba

Milo me observaba con una sonrisa en la cara, como si hubiera esperado esta charla durante mucho tiempo.

—¿El bosque te susurro algo? — pregunta un tanto burlón.

—Exactamente. — conteste aturdida. —¿Cómo sabes eso?

No respondió enseguida. Camino hasta su escritorio, revolvió entre unos papeles y saco una caja de color dorado. La abrió y de ella salió Atlas.

—¡Atlas! — exclame sorprendida. La polilla al verme empezó a revolotear sobre mí, girando a mi alrededor.

—¿Atlas? —repitió Milo, incrédulo—. No es justo que le hagas esa fiesta a ella y dejes que te ponga un nombre de perro. ¡Traidor!

Parecía hacerle un berrinche en broma a la polilla, lo cual en otro momento me habría hecho reír. Pero ahora solo me recordaba que seguía sin entender absolutamente nada.

—Tranquilízate, Astrid —dijo finalmente Milo, adivinando mi expresión—. Te voy a explicar algunas cosas. Pero necesito que me creas, aunque suene como sacado de una historia mal escrita.

—“Atlas” es un Noctalith, Astrid. — continuó el masculino su relato. — Una criatura que aparece solo cuando el Otoño comienza a despertar.

Lo miré en silencio, asintiendo con lentitud.

—Los Primordiales… están en guerra. Y aunque no lo parezca, eso te involucra más de lo que creés —dijo Milo, con la voz más seria que le había escuchado hasta ahora.

Me quedé en silencio, apretando las manos contra mis piernas. ¿Primordiales? ¿Guerra? ¿Qué tenía que ver yo con todo eso?

—¿Qué son los Primordiales? —pregunté finalmente, con un nudo en la garganta.

Milo me miro como si fuera estúpida.

—¿Acaso no leíste el Codex? Bueno no importa. —suspiró, como buscando las palabras justas. — Son las fuerzas que rigen el equilibrio de los reinos. Otoño, invierno, primavera, verano y agua. Cada uno tiene un regente, un heredero y una función dentro del ciclo. Cuando están en armonía, el mundo… fluye. La naturaleza, el tiempo, incluso las emociones humanas responden a ese equilibrio. Pero cuando uno de ellos se rompe, los otros empiezan a tambalear también.

»Hace siglos, los cinco reinos estaban en equilibrio. Cada uno con su estación, su energía. Pero el invierno... Eirwen... quiso romper ese ciclo. Congelaron Thalassar, el Reino de las Mareas. Lo encerraron en un invierno perpetuo. Y al hacer eso, rompieron el flujo natural de la magia.



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En el texto hay: reinos, magia, bosque jovenes aventura

Editado: 19.06.2025

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